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viernes, 31 de mayo de 2013

La silla

La hija de un hombre le pidió al sacerdote que fuera a su casa a hacer una oración para su padre, que estaba muy enfermo.

Cuando el sacerdote llegó a la habitación del enfermo, encontró a este hombre en su cama con la cabeza calzada por un par de almohadas. Había una silla al lado de su cama, por lo que el sacerdote pensó que el hombre sabía que vendría a verlo.

¿Supongo que me estaba esperando?, Le dijo. No, ¿quién es usted?, Le dijo el hombre.
Soy el sacerdote que su hija llamó para que orase con usted; cuando vi la silla vacía al lado de su cama supuse que usted sabía que yo vendría a visitarlo.

OH, sí, la silla, dijo el hombre enfermo, ¿le importa cerrar la puerta? El sacerdote sorprendido la cerró. Nunca le he dicho esto a nadie, pero toda mi vida la he pasado sin saber cómo orar. Cuando he estado en la Iglesia he escuchado siempre, al respecto de la oración, que se debe orar y los
beneficios que trae. .-, pero siempre esto de las oraciones me entró por un oído y me salió por el otro, pues no tengo idea de cómo hacerlo. Entonces hace mucho tiempo abandoné por completo la oración. Esto ha sido así en mí, hasta hace unos cuatro años, cuando conversando con mi mejor amigo me dijo: José, esto de la oración es simplemente tener una conversación con Jesús. Así es como te sugiero que la hagas: te sientas en una silla y colocas otra silla vacía enfrente tuyo; luego con fe mirar a Jesús sentado delante de tí. No es algo alocado, pues?

ÉL nos dijo: Yo estaré siempre con ustedes Por lo tanto, le hablas y lo escuchas, de la misma manera como lo estás haciendo conmigo ahora. Es así que lo hice una vez y me gustó tanto que lo he seguido haciendo unas dos horas diarias desde entonces. Siempre tengo mucho cuidado que no me vaya a ver mi hija. ..pues me internaría de inmediato en el manicomio.

El sacerdote sintió una gran emoción al escuchar esto y le dijo a José que era muy bueno lo que estaba haciendo, y que no cesara de hacerlo. Luego hizo una oración con él, le extendió una bendición y se fue a su parroquia-

Dos días después, la hija de José llamó al sacerdote para decirle que su padre había fallecido. El sacerdote le preguntó: Falleció en paz? Sí, cuando salí de la casa a eso de las dos de la tarde me llamó y fui a verlo en su cama. Me dijo lo mucho que me quería y me dio un beso. Cuando regresé de hacer compras, una hora más tarde, ya lo encontré muerto. Pero hay algo extraño al respecto de su muerte, pues aparentemente antes de morir se acercó a la silla que estaba al lado de su cama y recostó su cabeza en ella, pues así lo encontré. ¿Qué cree usted que pueda significar esto? El sacerdote se secó las lágrimas de emoción y le respondió: 'Ojalá que todos nos pudiésemos ir de esa manera'.

El cuento fue leído por Monseñor Joaquín Sol en una Misa.

El e-mail que él recibió en la Asociación Eclesiástica San Pedro continúa así:
Es curioso como podemos enviar cuentos y bromas a través del correo electrónico... las cuales se esparcen como un fuego voraz, pero cuando envías mensajes de Dios, lo pensamos dos veces antes de compartirlo con otros. Es curioso como la lujuria, cruda, vulgar y obscena pasa libremente a través del ciberespacio, pero la discusión pública de Jesús es suprimida en las escuelas y en los lugares de trabajo. ¿Es curioso, verdad?
Más curioso es todavía como alguien pueda estar tan encendido por Cristo el domingo, pero ser un cristiano invisible el resto de la semana.

Es curioso si cuando terminas de leer este mensaje, no se lo envíes a muchos de los que están en tu lista de direcciones, porque no estás seguro de lo que ellos piensan al respecto, de lo que ellos vayan a pensar de ti. No te detengas, envíaselos. ¡Es curioso como nos preocupamos más por lo que la gente piensa de nosotros, que por lo que Dios pueda pensar de nosotros!

Matrimonio fallido

Celebrábamos boda aquel día en San Abundio y pese a no ser de copete, muchas flores adornaban la parroquia, y no era esto del agrado del cura que decía el sacerdote que sufría su pituitaria de alergia a las gramíneas, acantáceas, crucíferas, cactáceas, leguminosas, liliáceas, geraniáceas, borragináceas, rosáceas, papaveráceas, ranúnculos, escrofulariáceas y labiadas. Y aunque las que hoy engalanaban la iglesia eran de plástico y pintadas, aseguraba que tenía revuelta la amígdala del hipocampo.

Se acercaba el mediodía y preparados estábamos para el acontecimiento y en la puerta de la iglesia reuniéndose iban los invitados.

Llegó el novio y por sentirse elegante lucía chaqué y se le notaba alquilado, que le hacía aguas la levita, al pantalón tres dedos de menos le cortaron, le chirriaban los colores en el chaleco y del corbatón, trocada venía la seda por microfibra. Y a juego del novio alumbraba la madrina, que tan rimbombante era el vestido y tan florido el tocado que agachada, a la redonda del rey Arturo empenachada con centro de flores podía asemejarse.

Esperábamos los unos y los otros que apareciera la novia, luciendo radiante en calesa tirada por dos corceles. Larga se nos hacía la espera, que aunque se sabe del gusto de las novias por el retraso, mucho era ya el tiempo de demora. Y no fue por hacerse esperar que llegó tarde, que los caballos tuvieron la culpa. Al no ser pudientes los que pagaban ceremonia y convite, contrataron carruaje y caballerías pero del presupuesto se les salía el palafrenero, por lo que a un sobrino del padre de la novia se le encargó el ser criado y conducir el faetón.
No era muy ducho el sobrino en el encargo y tampoco los animales eran bien alimentados,
que la casa de alquiler no ofrecía garantías, por lo que sucedió que al pasar cerca del mercado, olieron los animales las verduras y hortalizas y acuciados que estaban por el hambre, enfilaron a las coles e igual les dieron los tirones que el sobrino daba de las riendas, las voces y los insultos de las verduleras, y los pescozones de los presentes, que hasta que no llenaron el buche, no reprendieron la marcha.

Por buena o mala ventura para el novio por fin llegó la prometida y llegó desencajada que pareciera su rostro una obra de Miró. Mucho hubo de bregar la enamorada con los jacos y del esfuerzo los maquillajes se le habían descompuesto. Bajaron de la calesa novia y padrino y avanzaron por el pasillo central hasta el altar, mientras hacían los coros tres solteronas con voz de pito. Entregó el padrino a la novia y comenzó el Malainas la ceremonia.

Abrió la liturgia con el saludo y la oración colecta y pasó después a las lecturas y leyó primero el Génesis y luego a los Corintios y algo hubo de Mateo y de San Juan. Siguió la monición y el escrutinio y por buen camino iba la boda. Y llegó el consentimiento y fue en este que una solterona de las del coro, a voces se ofreció a quedarse con el novio si la novia lo rechazaba, que más de cincuenta había cumplido y entera se conservaba y lo mismo le daba uno que otro que lo que ella quería era estrenarse. Hubo risas y se mandó callar a la desesperada. Se confirmó el consentimiento y quiso el cura bendecir los anillos. Buscó el padrino en sus bolsillos y no los encontró, y mandó al novio que mirara en los suyos por si allí se hallaran.
Tampoco el novio dio cuenta de ellos. Ni la madrina, ni la novia, ni alguno de los invitados. Se buscó como repuesto a lo perdido los que llevaban puestos los padrinos y aunque con esfuerzo sacaron el de él y se lo dieron al novio. Se intentó quitar el de la rimbombante madrina, pero los dedos amorcillados hacían imposible la intentona. Unos dijeron que con aceite, y se le untó y no salió la alianza. Probaron con jabón que dijo otro y en el dedo permaneció el aro.

Propuso entonces uno, que carnicero era desde siempre, de cortar falange por extraerlo sin dificultad y sacó una navaja que venía al caso. Se creyó la madrina desmembrada y no aguantó el envite, que cuando hicieron que el otro guardara la navaja, descalabrada en el suelo se hallaba la prónuba. Y fue duro el golpe, que ni el florido tocado evitó una descalabradura que comenzaba a sangrar con tan buen tino, que las salpicaduras el níveo vestido de la novia vinieron a estampar. Lloraba la novia, mientras algunos acusaban al de la navaja del jaleo y otros lo defendían. Y tanto se calentaron los ánimos y tan encontradas estaban las posturas, que a palos acabaron los unos con los otros. De nada sirvió que el sacerdote implorará sensatez, o recordara que aquella era la casa de Dios, que los mamporros no cesaron hasta que la policía puso paz, y para entonces, no había lugar al matrimonio, que novio y novia también se enzarzaron en la pelea.
Así acabó un matrimonio que nunca empezó.

Mientras recogía yo la parroquia me di en pensar que muchas veces una nimiedad, algo tan pequeño como un anillo es capaz de mantener unidas a dos personas durante toda una vida. Y en otras ocasiones la misma bagatela enemigos crea para siempre.

Y así ocurre en la vida, donde a gestos sin importancia se les da tal trascendencia, por alguno que anda interesado en ello, que poco a poco se van emponzoñando los sentires de unos y otros. Y a tanto llegan, que hasta de guerras son responsables auténticas nimiedades.

La cacería

                            
Corría de octubre su quinto día y visita recibió el Malainas en la parroquia de unos que querían bautizar su cofradía de cazadores, y como muchos eran del barrio, gustaban de lucir en el nombre San Abundio. Que decían que teniendo nombre de santo guiaría este los cartuchos y las balas y en cada tiro cobrarían pieza.

No guardaba el Abundio fama de cazador y tampoco al cura se le conocía afición por la cinegética, pero de orgullo le llenaba el que otros quisieran llevar el santo como estandarte, por lo que aceptó encantado la petición y tan contento era, que hasta  disculpó lo que cobraba por impartir sacramento.

Para el ocho quedaron a las siete, que a las nueve se abría la veda y después del bautizo había desayuno, y con la panza llena saldrían al monte los cofrades buscando presa. Y muchas eran las que podían cazar, que la veda se abría para conejos, perdices, liebres, palomas y codornices. Y para faisanes, cornejas, estorninos pintos y grajillas. Y tórtolas y urracas y zorzales.

Madrugamos el ocho el cura y yo y a la finca de uno nos llevó otro y llegando nosotros estábamos todos. Y dieron las siete y en breve ceremonia bendijo el cura a los presentes y bautizó la asociación. Y comenzó el desayuno. Y con migas y café con leche nos regalaron la tripa. Y por si alguno gustaba de algo más fuerte, torreznos y morcillas y chorizos se asaban en la lumbre. Y de postre mojicones mojados en orujo. Y coñac y anís y licores de bellota y de manzana. Y mucha era la fiesta y no eran las nueve. Y hasta dar en punto oímos las historias de muchos cazadores:

Decía uno, que fama tenía entre los suyos de apuntar al suelo y fallar el tiro, que tres domingos le costó el acabar con un conejo que tan listo era el animal que se le asomaba en los zarzales y le miraba y cuando oía el disparo variaba el sitio, y sin munición le dejó los dos festivos primeros. Y en el tercero cuando no quedaban postas, por ver si lo cazaba, le tiró la canana, la escopeta y el bocadillo. Y se asomó el conejo y lo vio desarmado y se confió, y avanzó el cazador a él con disimulo y al pasar por su lado lo cogió de las orejas y lo llevó a casa y allí lo tenía que le daba pena el matar a un ser tan inteligente.. Y nos narró otro que se quedó sin cartuchos y vio una liebre, y buscando en el morral encontró clavos y con ellos cargó el arma y disparó y en la pata de un olivo dejó a la liebre clavada de las orejas y viva. pero le dio pena, le quitó los clavos y la dejó ir. Y en agradecimiento venía los domingos el animal a buscarle y le guiaba al sitio donde más caza había. Y otro nos dijo que cobró un zorzal tan grande que aún andaba de líos con el Seprona. Que lo creían los guardias buitre, que en el peso de la pieza los siete kilos rozó la balanza. Y hubo uno que nos dijo que con las manos mató a un jabalí de siete arrobas. Y otro un corzo de una pedrada. Y uno que tres años llevaba jubilado del taxi, nos relató que un día estando a la espera en el puesto, cuando acababa la jornada sin cobrar pieza se le disparó la escopeta sola y atravesó a un ciervo que a más de mil metros se hallaba, y dio después la bala en una piedra y en el rebote mató un jabalí macho, y una hembra que estaba con él se murió del susto. Y cuando fue a por el venado y los dos cochinos, se llevó también los tres jabatos que criaba la pareja. 

Y dieron las nueve y se echaron al monte los cazadores. Y el sacerdote, que se había ilusionado con las historias, salió con un doctor que decía ser experto en el arte de la cacería. Y salí yo con ellos. No faltaba mucho al mediodía, que más de tres horas llevábamos caminando, y en ese tiempo a cuatro liebres, dos palomas y tres conejos disparó el médico y erró los tiros, que no era afinado en puntería el matasanos. Aunque en excusas si era aventajado, que culpó al sol por los reflejos, al aire por soplar de costado y hasta al cura y a mi culpó de sus errores, que decía que la compañía le entretenía. Con la escopeta montada dimos la vuelta, y comentando en secreto íbamos el Malainas y yo de la mala puntería, y rumiábamos solución si le salía presa, cuando de unos jarales vimos a un conejo salir escopetado. Al hombro se puso el arma el buen doctor y viendo yo que fallaría el tiro a voces le anuncié la presa: “Ahí va un enfermo doctor, es un enfermo”. 

Y cayó el conejo cuando sonó el disparo. Y con él en el morral volvimos con los demás y comimos juntos. Y daban las siete cuando llegamos a San Abundio.  Y en la parroquia regresamos los dos a nuestras obligaciones.




El Entierro

No era el Malainas muy dado a las procesiones, que cuando recordaba la primera en la que fue protagonista, se le cerraba el estómago y las manos se le iban a la cabeza, que aún guardaba chichones de aquel desfile. Costumbre era en San Abundio el que cuando uno fenecía, por darle sepultura y aunque el muerto recorría en coche fúnebre el kilómetro que separaba la parroquia del cementerio, los dolientes y el acompañamiento, encabezados por el cura y el sacristán, recorrían la distancia a pie escoltando al fallecido, y rezando oraciones por su eterno descanso. Y sucedió que una tarde que andábamos de entierro se acercó al cura uno que decía entender del clima y que por las “cabañuelas” sabía que hoy era día de tormenta. Miró el cura al cielo, por comprobar el augurio, y lo vio tan despejado que de tonto tachó al que le prevenía. Siguió el tonto en sus trece y avisó al cura de que en menos de dos horas, mucha era el agua que habría de caer del cielo y rayos y truenos y pedrisco. Volvió el sacerdote a mirar arriba y comprobó el firmamento claro y despejado y con viento fresco mandó al meteorólogo, que decía el cura que pocas veces vio el cielo tan soleado. Comenzó el funeral y hubo retraso, que no había acuerdo en la colocación del ataúd. Unos decían que el finado había de colocarse dando la espalda al altar, mirando así a los asistentes al sepelio. Y de tal guisa posicionaron al difunto. Otros decían que falta de respeto era al altísimo el darle la espalda y por colocarlo mirando al Señor, vuelta le dieron al muerto. Y habló uno que de joven tuvo un amigo seminarista e indicó que no era esta la forma correcta de situarlo. Y le dieron otra vuelta. Fue la viuda del cadáver la que no estuvo de acuerdo con la postura. Y volvieron a girarlo. Y protestó el huérfano de padre. Y rotaron el ataúd. Y habló otro y lo giraron, y otro después e hicieron lo mismo y tantas vueltas le dieron, que más que muerto pareció un “Tío vivo”. Acabó la ceremonia y salimos de la iglesia, y con todo preparado iniciamos la procesión y comenzó a nublarse. Despacio marchaba la comitiva y se levantó viento y se oyeron truenos. Y levantó la vista el cura y lo vio oscuro y al conductor del coche fúnebre le pidió que acelerara. Y así lo hizo el mandado, pero al poco hubo de frenar la marcha que la viuda era coja y no le daban los andares para seguir al marido. Cerca se veían los relámpagos y los rayos, y no sabía el sacerdote si volverse o continuar, que una fina lluvia comenzaba a calarle. Y seguimos camino al campo santo y arreció la tormenta y a jarros pareció que nos tiraban el agua y un descontrolado ventarrón, se empeñaba en hacer volar al cura que de la sotana hacía por levantarlo. Cien metros faltaban al cementerio y se solidificó el agua y un pequeño granizo comenzó a caer. Y habló el Malainas con el conductor y metió éste tercera y lo mismo le dio al cura que la viuda se quedara atrás, y que a gritos pidiera que la esperaran, que los hielos que venían del cielo a huevos de codorniz venían a parecerse. Viendo lo que caía buscaron todos refugio bajo unas marquesinas que en el camino se hallaban, menos el cura y yo que obligados nos sentíamos a acompañar al difunto, y aunque arremangándose la sotana corrió tanto el cura que adelantó a la limusina, de resultas de nuestro celo profesional los dos acabamos descalabrados. Que nunca vi yo tan brutal granizada, que por acomodar el ataúd en la sepultura, al estar esta abierta, con palas hubo de vaciarla de hielos. Y pensé yo que incluso en el último viaje conviene aligerar, que esta vida golpea muchas veces y hasta que sobre tu cabeza no tienes dos metros de tierra no consigues descansar en paz...

Sucedió en Nochebuena

De duros y porfiados guardan fama los inviernos en Extremadura y a fe que suaves se me hacen esos adjetivos, que desde Noviembre la tramontana que baja de Gredos, se te mete en los huesos y te congela el alma. Y más si pasas la noche al raso, que conozco yo a uno que lo hizo y el día de Santiago a las cinco de la tarde, a la sombra de una higuera que me lo contaba, comenzó a tiritar y se salió al sol porque se helaba de frío. Y debía andar el mercurio en los cuarenta y tantos, y seguía tiritando.

Tres semanas le quedaban a Diciembre y dos días hacía que había donado yo la casa. Que como católico que soy, por que no se quedaran sin techo los de los bancos, amablemente les cedí mi vivienda. Que son muy buena gente y no se merecen el pasar penurias. Que tan indulgentes y bondadosos aparecen que aunque aún les debo dinero, me han asegurado que en dos meses no presentaran denuncia.

Sin techo, sin familia y sin trabajo, por no pasar la vergüenza del desahuciado salí sin rumbo de mi ciudad y bueno me pareció este pueblo para pasearlo, que pensaba yo que andando le disimularía a mi estómago el apetito. Y no era así, que a cada zancada me rugían las tripas y me recordaban que estaban en ayuno. Doce veces recorrí la principal, que dos pastelerías había en ella y con los olores que salían por la puerta aliviaba el hambre.

Se acercaba la noche y acordándome del friolero busqué refugio, que no quería yo que me pasara lo que a él. Rebusqué en mi cartera por si quedara para una pensión, pero huérfana de patrimonio se hallaba esta y tan sólo guardaba el carnet de identidad y un décimo de lotería de Navidad acabado en cuatro, que le había ganado al mús a uno que de mano se jugó un órdago con treintaiuna, y tres sietes y la sota de oros tenía yo de postre. Y como en los bolsillos no llevaba si no telarañas, a la parroquia de la patrona me llevaron mis pasos. Entré decidido en el templo buscando al sacerdote y lo hallé entretenido en colocar los cirios tras el altar. Se giró el cura cuando escuchó ruido y lo pensé cerbatana, que de enjundia nerviosa y nervuda se me hacía el clérigo, y sacos de huesos había visto yo con más carne que la que presumía. Y en los andares, me recordaba a los juncos que en las vegas de los ríos se cimbrean mecidos por el aire, y en algunos pasos se me hacía que estaba a punto de troncharse. Buen maestro de paseíllos perdió la tauromaquia.

A él me dirigí y debió ser la vergüenza la que me quebró la voz, que un siglo se me hizo lo que tardé en saludarle y tanto fue, que el sacerdote me creyó tartaja, y por sacarle del error, de carrerilla le recité mis desgracias y le rogué por el altísimo que asilo me proporcionara para la noche. No sólo me dio cobijo el santo varón si no que además de techo me ofreció empleo, que poco hacía que con Cristo se había marchado el sacristán y desde entonces andaba el cura sin ayudante. No dudé un instante en aceptar la oferta y quise besar las manos de aquel que me las tendía, pero no era el cura partidario de besuqueos y agradecimientos, por lo que se dio la vuelta e hizo que le siguiera hasta el curato donde colgó la sotana y se vistió de gris, y como era la hora de cenar nos fuimos los dos a su residencia, donde consolé mis tripas con una sopa y un huevo frito y reposé mis huesos en un catre que desde ese día lo apañaba para mí..

Cuatro días faltaban a la Nochebuena y cinco llevaba yo ocupándome de las cosas de la parroquia, y aunque alguna faena había que me negaba el triunfo, no tenía disgusto el cura con mis quehaceres. Y más contento era yo con el capellán, que nunca conocí persona igual.

La penitencia, del diario de un sacristán


Ejercía aquel día el Malainas el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso, que día de confesiones era hoy en San Abundio, y muchas eran las beatas que se acercaban a solicitar perdón.

De sobra sabía el cura lo que habría de escuchar, que en los bancos más cercanos al confesionario, las que aguardaban muchos hacía que cumplieron los setenta y a esas edades no hubieran de ser graves las ofensas al señor, que no andan las energías para sexo ni asesinatos y tampoco para butrones.

Respondió el sacerdote “sin pecado concebida” al saludo de doña Rosario, que como todos los miércoles se levantó al alba por aligerar las tareas de la casa y ser la primera en confesarse, que creía ella que siendo la primera, más atención le ponía el cura y más hacía porque el altísimo le perdonara las faltas. Y acudía a la cita preparada, que de casa traía la mitad hecha, que repaso había dado a los pecados y completo tenía el examen de conciencia y además de los dolores del reuma, se traía a la iglesia el dolor de contrición y como era arrepentida de todo, también traía el propósito de enmienda. Y todo traía menos lo más importante, que lo mismo que las tapias oía la Rosario y olvidado se había del audífono.

Escamó al Malainas el que la vieja recitara de corrido los pecados y no como otras veces hiciera pausa después de cada uno para escuchar los consejos del cura, pero como eran estos los de siempre esperó paciente a que la anciana se los relatara. Y le contó esta, que por la ventana espiaba a los de al lado y luego andaba de chismorreo con otras comadres poniéndolas al día de las miserias de estos, y se sentía protagonista por conocer los secretos. Y que aún teniendo azúcar, más de cuatro cucharadas le pidió a la de arriba sólo por incomodarla, que cansada estaba de que tendiera la colada en la terraza y le goteara en la suya. Y que al ambulatorio acudía muchas mañanas aquejada de  dolencias que no tenía y sacaba recetas para tener medicinas que no necesitaba. Y que le sisó en la compra a una impedida que le encargó un melón del mercadillo y le dio dos euros, y  no llegó a tanto la cuenta y se quedó con la vuelta. Y el domingo no fue a misa, que estuvo viendo la boda de una artista que daban en la tele. Y le quitó una carta a los de enfrente por saber los cuartos que guardaban en el banco, que habían comprado coche nuevo y se le hacía que hasta el cuello andaban de deudas. Y no visitó a la Jesusa que estaba mala, que un día no la saludó en la tienda y se la tenía guardada. Y no dio nada en la colecta otro domingo, que había oído en la radio que muchos cuartos tenía el Vaticano. Y no rezó el rosario el lunes, que estuvo entretenida en guisar pimientos. Y no fue al entierro de un primo suyo, que mal se había portado en el reparto de la herencia de una tía. Y se llevaba mal con la hermana y su cuñado que aquel año cogieron aceituna de sus olivos y no le dieron parte. Y mal hablaba de muchos y los difamaba y hasta el cura era blanco de sus maledicencias, que decía de él que muy estirado llevaba el cuello para ser tan poca cosa.

Acabaron aquí los pecados de doña Rosario y dio comienzo el calvario del cura que preguntó a la confesada si estaba arrepentida y esta contestó “¿qué?”. Subió el tono el sacerdote y repitió la pregunta y de vuelta tuvo la misma contestación. A gritos acabó el cura preguntando y ni por esas, que seguía la vieja sin percibir sonido. Dio por un si el “¿qué?” que dijo la anciana y le dio la absolución. Y pasó luego a  establecer penitencia. Y le mandó dos rosarios y diez avemarías. Y  la vieja preguntó “¿qué?”. Y más potente ordenó los rosarios, y más fuertes las avemarías. Y tornó el “¿qué?” a la boca desdentada. Y volvió el cura más alto. Y le dio lo mismo. Y tantas voces daba el cura, que las viejas que esperaban confesión pensaban en salir escopetadas de la parroquia. Por veinte rosarios iba ya el cura y seguía la vieja preguntando y cuando se consumió la paciencia del confesor, salió del locutorio, cogió a la anciana de los sobacos, la colocó frente al altar y con voz que sonó sobrehumana le ordenó “ reza lo que en gana te venga vieja de los demonios”. Y rezó la vieja dos rosarios y diez avemarías.  Y me extrañó de que cumpliera la penitencia que le impuso el cura, que pensábamos todos que el vejestorio de nada se había enterado. Y reflexioné en ello y concluí que son muchos los sordos que no quieren oír.

No hubo más confesiones aquel día que las que  guardaban turno, haciendo “fú” como los gatos salieron de la iglesia. Y tornamos el cura y yo a otras ocupaciones.

Los valores esfumados

En una Mancomunidad de Propietarios del barrio de Chamberí, con grandes superficies disponibles para alquiler, se había establecido la política de arrendar los locales de propiedad de la comunidad por regla general a supermercados, tiendas, clínicas o similares. El alquiler era suficiente para los gastos de mantenimiento y de conserjería. Pero un día decidieron arrendar uno de los locales a un club nocturno. El club se convirtió en un local a la moda en poco tiempo y por la noche se formaban colas de personas intentando entrar, así como atascos de coches aparcados de cualquier forma hasta sobre las aceras. Como quiera que las molestias ocasionadas quedaran ampliamente compensadas por el alquiler del local, el establecimiento siguió incrementando su fama.

Un día un señor que estaba en el club tomando una copa con sus amigos, necesitó acudir a cierto lugar para dar de cuerpo. Había dos, uno para las damas y otro para los caballeros y como es lógico eligió al cuarto que le correspondía. Al entrar vio los lavabos todos en un lado y los aparatos sanitarios en frente. Cumplida satisfactoriamente la evacuación se acercó a un lavabo de la serie para lavarse las manos. En la esquina, junto al secador de aire había otro hombre que utilizaba aparentemente uno de los lavabos. El señor se lavó las manos y para secarse se acercó  al secador que estaba a lado del otro hombre. El aire caliente empezó a brotar del aparato y un alarido aterrador proferido por el otro hombre rompió la aparente paz que reinaba en al lugar. El aparato no se podía apagar, ya que tiene un temporizador, así que el señor preguntó al otro porque había gritado a lo que el otro le contestó:

-Por mis valores, tío. Te voy a matar, cabrón.-

El señor, educado y chapado al antigua, le contestó tranquilamente que no veía ningún reloj o joya que hubiese caído en el suelo, mientras el otro empezó a husmear el suelo, bastante sucio por cierto, como un perro, mientras chillaba incesantemente:

-¡Te voy a destripar, hijo de puta, voy a aplastar tu cabeza y sacar tus ojos, te voy a dejar para el arrastre!-

Solo entonces se dio cuenta el primero que el secador había levantado un polvillo que se había desparramado en todas partes… ¡y era cocaína! Y salió asustadísimo corriendo antes que el otro pudiera cumplir con su amenaza…buscando cobijo entre sus amigos que se aseguraron de que nadie les molestara denunciando al hombre. Unos camareros se acercaron rápidamente al lugar de los hechos y se encontraron al hombre que seguía esnifando el suelo y lo redujeron para ponerle a disposición de la policía...

Diario de un sacristán I

Andaba yo en la parroquia haciendo cosas de sacristanes, que aunque no llegaba a monaguillo, se gustaba mí cura el Malainas de darme ascenso a su conveniencia, y acabando de dar lustre a la patena, entró en el templo uno que decía venir a ponerse a buenas con Dios, que a no tardar mucho ante él se presentaría para rendir cuentas y quería llevar arreglados los asuntos terrenales. Me intrigó a mí que tuviera el hombre certeza de la fecha de su partida, y como lucía yo una sotana vieja, que al tener sólo unos pantalones con esa prenda los guardaba de la lejía, me hice pasar por el cura y le invité a que me relatara sus pesares. Comenzó el hombre diciendo que a sus cincuenta, a un mes estaba de cumplir tres años desocupado, y que no andaba boyante en la economía, que con los cuatrocientos cincuenta euros que el gobierno le daba de ayuda, eran muchas las noches que se acostaba sin cenar, y aún así vivía de invitado en la casa de sus suegros, que de su casa buena cuenta dio el banco a resultas del retraso con la hipoteca. Y si malo estaba en lo económico, peor aún llevaba las cuestiones de la salud, que de dos meses atrás sabía que más de dos años no alcanzarían sus huesos sin dormir en ataúd. Afectado era el hombre por una enfermedad de nuestro tiempo, a la que por abreviar se la conoce por LMA, y no es otra cosa que Leucemia Mieloide Aguda.

Pensé yo entonces que muy raras son ahora las enfermedades que nos llevan a fallecer, que no hace mucho lo habitual era hacerlo de un cólico miserere y si no estaba claro el diagnóstico, finados eran todos del último mal. Negro fue el futuro de los afectados por este cáncer, que diez años atrás ninguno de ellos libraba la pellica. Pero gracias al Glicec, un medicamento que al mercado lanzó en el principio de siglo la multinacional Novartis, pocos eran ahora los que emprendían el último viaje por la dolencia. Era encargada la Seguridad Social de correr con los gastos necesarios para mantener con vida a los que, sin querer, sufrían de esta Leucemia con lo que su fecha de caducidad, como la de los otros cristianos, se mantenía en incógnita. Pero hace seis meses que la Novartis no ganó los cuartos a los que era acostumbrada, y en vez de cinco mil, cuatro mil quinientos fueron los millones que entraron en sus faltriqueras y buscando lo perdido, por tres multiplicó el coste del milagroso remedio. No corren buenos tiempos para los pobres, y pronto el Ministerio de Sanidad reaccionó a la subida y renunció a la subvención del Glicec, que los setenta mil euros que costaba al año el tratamiento mucho se le hacían, y decía el ministro que le desajustaban los presupuestos. Y tal era la razón de que aquel hombre supiera que en seis meses menos de la mitad de un lustro, cita tenía con San Pedro y con Cristo para cenar.

Mucho me dolió el relato de aquel hombre que, desde los tiempos de los esclavos, no había visto yo tan claro lo que valía la vida de un hombre. Dio vueltas mi caletre buscando solución al asunto y de monedas vacié los cepillos de Santa Rita y San Juan, y me acerqué al de San Judas por si acaso, y conté el total y a diez euros ascendió la recaudación, que de mucho tiempo también andaban en crisis los bienaventurados. Recordé entonces que en el curato guardaba el Malainas doscientos euros destinados a pagar el arreglo de unas goteras, y pensé yo que no se enfadaría el cura si los utilizaba en otra obra. Al hombre le hice entrega de los doscientos diez y de una nota dirigida al ministerio: “Valgan estos euros, señor ministro, para comprarle al portador diez minutos más de vida”.

Y se fue el hombre contento. Y volví yo a mis cosas de sacristanes.







Ley de Murphy

Es curioso como según el estado de animo que tengamos nos afecta mas o menos una racha de mala suerte. En cualquier otro momento de mi vida una racha como la que llevo creo que me habría afectado mucho más.

Veamos, hace un par de semanas me quedé encerrado en mi propio balcón, hace unos días rompí dos vasos en el mismo sitio y el Jueves pasado perdí mi cartera. Si, Murphy era un cabrón. Bueno, Murphy no, el sólo era un ingeniero en un proyecto con cohetes con unos ayudantes bastante incompetentes. Pero su ley si que es una putada, no es suficiente con que tengamos que sufrir la mala suerte sino que además hay gente que se dedica a explicártela.

“Si algo puede salir mal, saldrá mal”

El balcón

La historia del balcón es bastante humillante para mi. Tengo que decir que solamente a mi madre le he contado la verdadera historia, pero si he de presumir de tener un blog personal no puedo contar la versión pública.

Estaba yo un sábado por la mañana realizando mis labores de limpieza domestica cuando me di cuenta de que si algo dejo un poco de lado es la limpieza de los cristales, así que ni corto ni perezoso agarré el aerosol multiusos y una gamuza, salí al balcón, gire la puerta, pulvericé… y al apoyar la gamuza, le di un pequeño golpe a la puerta y vi como la manecilla se cerraba dejándome encerrado en mi propia casa.

Lo primero fue un susto del nivel de cuando ves a alguien que cae desde una altura mortal, se me encogió el corazón  y me quedé sin aire, solté el paño y con las uñas intente hacer una fuerza que deformara 3 milímetros del acero que se usaba para hacer las puertas de los balcones en los años 70. No funcionó. Miré a la calle y pensé en avisar a la gente que pasaba. -¡Llamen a los bomberos!- pero entonces pensé que los bomberos a parte de romperme el cristal del balcón, me harían pagar su visita a domicilio. -Rómpelo tu mismo- pero me cagué solo de pensar que me iba a hacer un corte que sería mucho peor que la visita de los rompecristales. -¿Y si desmonto el cristal?- Estaba ya fuera de mí, con casi un ataque de histeria, intenté rascar con las uñas el cemento con el que fijaban los cristales en los años 70. Tampoco funcionó. Volví a mirar a la calle. -¿Por qué no le daría una copia de mis llaves a alguien? tal vez podrían avisarle. Ojalá tuviera mi móvil-. Me senté y me llevé las manos a la cabeza, mi perro desde el otro lado del cristal me miraba con cara de extrañeza. Repasé todas las opciones, como los moribundos cuando ven la película de su vida. Habían pasado en total los 5 minutos más angustiosos que recuerdo, cuando decidí que tenía que hacer algo, si me quedaba ahí me iba a dar un ataque de ansiedad. Mandé a mi perro que se apartara de la puerta. -Dale una patada fuerte o no se romperá. Menos mal que llevo las zapatillas puestas, si no, no se como me atrevería a hacer esto-. El cristal saltó en grandes pedazos acompañados de innumerables cristales de menor tamaño. El ruido me dio mucho miedo. Saqué un gran trozo del cristal de unos 3 x 2 palmos que había quedado medio colgando de la puerta, metí la mano, gire la manecilla y me sentí a salvo. Toda la ansiedad que tenia desapareció al instante. No creí que la fuera a romper a la primera.

Los vasos

No soy una persona torpe, pero algo tienen los vasos conmigo. Como buen soltero mi vajilla es bastante limitada, pero a este ritmo me voy a quedar sin. Que se te rompa un vaso mientras lo friegas es algo que ocurre, porque tus manos resbalan y es fácil que se te caiga algo, por eso no voy a tener en cuenta el plato y los 2 vasos que he roto en estas circunstancias, siempre en la misma pila, la de la derecha. Pero hace unos días parecía como si alguien me hubiera echado un mal fario.

El primero de los 2 vasos que rompí el mismo día en el mismo sitio fue al meterlo en el armario. No estaba mojado, ni el vaso ni mi mano, pero al cogerlo y levantarlo por encima de mi cabeza, simplemente se soltó y cayó rompiéndose en trocitos de apenas 1 centímetro de ancho. Grité y me cague en la madre que me parió (pobre mujer, siempre se lleva lo peor) pero apenas un par de horas más tarde, limpiando la encimera moví por error la tabla de cortar y precipité otro vaso que había a la misma pila, si siempre la misma, la de la derecha. Esta vez cuando se rompió otra vez en minitrocitos, suspiré, me giré, cerré la puerta de la cocina y me fui a ver la tele. -Me niego a pillar un cabreo monumental por la mierda de los vasos-.

La cartera 

Desde que me compré la moto, suelo llevar todas mis cosas en los bolsillos de la chaqueta y ahora que hace calor, las llevo repartidas entre los bolsillos del pantalón y de los de una chaquetilla con capucha que suelo llevar. Siempre me voy tocando los bolsillos para ver que sigo llevándolo todo, por eso me sorprende tanto que no me hubiera dado cuenta antes.

No se muy bien como pasó porque no entre en contacto con nadie, por lo que descarto que me la robaran. Lo mas probable es que se me cayera conduciendo, aunque es bastante difícil que se me caiga de un bolsillo interior. Todo un enigma. Recuerdo tenerla en el pantalón, porque me molestaba al llevarla junto con las llaves, pero hay una hora a partir de la cual no recuerdo haberla sentido. Salí del trabajo, quedé con el chico del lejano oeste porque tenia que darme mi parte del hachís que pillamos a medias, pasé por casa de la mujer salvaje y fuimos a fumar un canutillo y a charlar un rato a un parque que había por la zona, entramos a un bar a tomarnos unas cervezas y cuando fuimos a pagar me eché la mano al bolsillo de la cartera y no estaba y con ella tampoco estaba ni mi DNI, ni mi tarjeta de crédito, ni mi tarjeta del ambulatorio… ni mi dinero… ni la tarjeta de mi psicóloga… snifs… Empecé a dar vueltas. 
-¿Estará en el parque?
- No.
-¿En la moto?
- No. 
-¿Me la habré dejado en el trabajo?
- Mierda, no. Y no apareció.
Así que al que esté haciendo vudú conmigo, le voy a decir algo: 
-¡Me cago en tus muelas cabrón!


Diario de un sacristán II


No ando yo sobrado de preparación académica, por lo que no es de extrañar que considere mal elegido el destinatario y peor formulada la pregunta. Que según entiendo yo, no es a mí a quien debe preguntarse ¿por qué escribo? Que lo atinado sería preguntar a los demás ¿por qué no escribes?

En vísperas del otoño, sesenta y pocos veranos habrá de arrastrar mi sombra, y si Dios no lo remedia (y no creo yo que esté por la labor de darme premio) catorce inviernos y trece primaveras aún me quedarán de andar liado con la hipoteca.

Acompañan mis días, tres hijos en el paro y una mujer dedicada a sus labores, con lo que de mi cartera mucho tiempo hace que huyeron los billetes de cien y de cincuenta y si alguna vez uno de veinte llega a sus tripas, de contenta que se pone lo vomita y he de buscarle acomodo en algún pago que lleve con retraso. 

Tengo un coche averiado y un perro enfermo y no hallo medicina para ninguno, que el Citroen se deprime por falta de gasoil y el cánido, como es mi amigo, por simpatía debe ser que se desanima.

Soy fumador y a los pulmones les ha dado ahora por molestarme y muchas veces tan justo llega el oxígeno a mi cerebro que sufro de mareos. Y padezco del hígado y del riñón.

Y en consonancia a mi salud anda el trabajo, que mis jefes me aprecian cuando estoy lejos y mis compañeros se felicitan cuando caigo de baja.

Y padezco de insomnio. Y al Todopoderoso agradezco tal dolencia, que siendo tantas las noches que paso en vela, no hay una en la que no me sienta libre.

Que unas noches soy el pícaro sacristán Badanas, o ando metido en el pellejo del cura Malainas. Otras soy conquistador. Y otras obispo. Y una recuerdo en la que el conclave me eligió Papa. He sido aventurero, médico y futbolista.  Premio nobel, estudiante y analfabeto. Y cien veces casada y alguna viuda. He ganado carreras y combates. He sido extraterrestre, demonio, ángel y San Pedro, y a la memoria me llega una noche que fui Dios. Pirata, vagabundo, buhonero, aguador, obrero y minifalda. Militar, herido en la guerra y hasta muerto. Quijote, Sancho y Buscón. Parado, rico, enfermo y milagroso. Pájaro, dinosaurio, conejo y escopeta.  Y como no tengo límites, a veces, he sido muchas cosas a la vez.  Y aún así, alguno me pregunta que por qué escribo.  Soy un hombre y ansío la libertad. Y yo me siento libre cuando en la soledad de la madrugada, frente al ordenador o a un folio en blanco y una pluma, soy quien en ese momento me pregunto:

- ¿Por qué no escribes?

Las cuatro de la madrugada

Ya son las cuatro; la hora de mis fiebres, mi hora bruja. 

El tiempo sin reloj.

Siempre a esta hora, me rondan los duendes del ingenio. 

Me hurgan en los recuerdos. 

Me invitan a la aventura. 

Sólo a  las cuatro.

Sólo a esta hora, Calíope se acuerda de visitarme.

Tal vez, salvo a las cuatro, en Tormes nunca hubo un Lazarillo.

quizá fueran las cuatro cuando el Quijote se enamoró de Dulcinea.

No había Pablos, ni Maese Cabra, y el gran Quevedo los soñó a las cuatro.

Y Critilo y Andrenio, ¿ no pudo Gracián escribirlos a las cuatro?

Sí, estoy convencido de que ellos nacieron a las cuatro.

O quizá para los genios todas las horas del día, fueron las cuatro.

Las cuatro.

La hora bruja.

La hora de las fiebres. 

El tiempo sin reloj.












¿Yo no existo?

Yo no existo porque no me da la gana. "Cogito, ergo sum", que en castellano se traduce frecuentemente como «pienso, luego existo», siendo más precisa la traducción literal del latín «pienso, entonces existo», es un planteamiento filosófico de René Descartes, el cual se convirtió en el elemento fundamental del racionalismo occidental. ¿Pero, no está el hombre dotado del libre albedrío? Pues yo he decidido no existir. No quiero existir. Y por eso no existo. Y conociendo la suerte que me acompaña, seguro estoy de acertar en el empeño. Que de existir, no dudo en que lo haría de forma miserable. Que al mundo vendría alumbrado por candiles, porque carente sería mi familia de posibles para la luz eléctrica. Si deforme no naciera, al menos alguna tara si habría de padecer, y cojo, manco, tuerto o descerebrado comenzaría yo la carrera de la vida. No me privaría en mi infancia de ninguna de las enfermedades propias de ella, que sufriría de la varicela y el sarampión. Paperas, escarlatina, la fiebre de los tres días, y la tosferina. Y si de todas ellas saliera ileso no se librarían mis huesos en la juventud de bregar contra la tiña, la sarna, la roña, la disípela, el dengue y hasta el moquillo. Si novia encontrara, a razón del novio sería ella y andaría su cara asustando al miedo, y a más de dos quintales llevaría el fiel de la balanza si alguna vez hiciera por pesarse. Hijos tendría con la descrita y a Dios ruego que fuera yo cornudo, porque no se pareciera ninguno a mí. Cobijo le daría a mi familia en la chabola, que siendo tan pusilánime, del estado cobraría pensión y corta sería esta, que por no saber hacer los papeles, me pagarían por tonto. Y llegaría la muerte y como fue mi existencia sería ella, que nadando entre mierda abandonaría el mundo. Y lo haría sólo y asustado. Y si fuera así mi vida no crea ninguno que la suya anda lejos. Que quizás muchos, alumbrados hayáis sido en familia acomodada, y no sufráis tara alguna, ni enfermedades. Felices seáis además en el amor, y guapa sea vuestra pareja y preciosos y rosados vuestros hijos. Y tengáis un buen trabajo, y un precioso chalet en las afueras. Disfrutéis de una vida que larga y grata os resulte. Y satisfechos os sintáis de ella. Pero llegará la Parca y como yo, abandonaréis el mundo envueltos en mierda. Que por naturaleza, lo primero que pierde el hombre con la muerte es la dignidad. Que con el último suspiro se aflojan los esfínteres y al cielo partimos todos llevando los meados y las heces como equipaje. Por eso yo no existo. No me da la gana existir. Yo no existo. O sí. O no. O quizás existo sólo a veces. Tal vez sea el personaje de una novela inventada por un escritor de medio pelo que, ahogado en alcohol, pasa las noches imaginando mamarrachos en un folio manchado de café. Y luego con el alba, rompe el folio. Y vuelvo a ser nadie. O puedo ser un recuerdo. El mal recuerdo de un hombre viejo, que sentado en el sillón espera paciente a que la muerte haga su trabajo. Rememora una y otra vez su vida, buscando una razón por la que los otros deban acordarse de él. Y no hay ninguna. Y yo soy su recuerdo. Su mal recuerdo. Pero no. Yo estoy hecho de carne y osamenta, sudo con el calor y tirito con el frío. Poseo gusto, tacto, vista, olfato y oído. Y puedo sentir. Y tengo alma. O quizás no. Hace mucho tiempo que no noto en la boca un sabor distinto. La fruta, la carne, el pescado, todo tiene el mismo sabor. Todo sabe anodino, indiferente. Todo me sabe a nada. Puedo tocar. Y todo es áspero. El mármol, el cristal, el terciopelo. Todo hiere las yemas de mis dedos. Todo es igual. Rugoso y frío. Puedo ver. Veo la muchedumbre que camina sin rumbo y me sumerjo en ella. Y nadie me ve y a nadie veo. Soy uno más. Un invisible más. Tengo voz. Una voz muda. Un sonido callado. Un ruido apestado del que todos huyen sin darse cuenta. Y os oigo. Y todos decís lo mismo. Algunos apenas susurran. Otros conversan. Los desesperados gritan. Y yo os oigo. Y no escucho nada. Me late el corazón. Y en él siento la alegría y la pena. La esperanza y el amor. Y noto que nadie se alegra conmigo, que nadie me duele. Nadie espera nada de mí. Nadie me ama. Y tengo alma. O quizás no. Yo no existo. O sí. O no. O quizás existo sólo a veces.

Desde mi ventana

No es lo mismo marcharse que huir. No puede ser lo mismo. Huir, es reconocer tu derrota, confesar tu cobardía. Abandonar.  Dejar de luchar. Rendirte. Marcharse es alejarse, avanzar, retroceder, cambiar de dirección. Marcharse es caminar. Con frecuencia, caminar hasta volver al punto de partida. 

Sentado en el banco de piedra, se cobija de la lluvia bajo una gabardina gris, de cuello roto y bolsillos descosidos.  Lleva una gorra de marino. Para protegerse del frío, abotona hasta la nuez su camisa raída y sucia. Una cuerda anudada a su cintura, sujeta unos pantalones que apenas llegan a los zapatos.  Sus zapatos sin cordones, empapados en barro, con la suela llena de agujeros. Las finas gotas escurren de su pelo revuelto, resbalan entre los surcos de su frente y se mezclan con el vino que gotea de su larga barba. Una y otra vez, con el reverso de la mano intenta limpiar la comisura de sus labios y vuelve a llevar la botella hasta su boca. Sorbo a sorbo se bebe su amargura, traga sus miedos y huye.  

Desde mi ventana veo a los que pasan por su lado. Unos lo hacen deprisa, tan deprisa, que ni siquiera reparan en él. Parecen desesperados por llegar a su destino. Quizá él, alguna vez fue como ellos. Alguna vez tuvo prisa por llegar.

Otros, ajenos al tiempo, pasean con sus paraguas y al llegar al banco de piedra, aligeran el paso. Tienen miedo del hombre que está sentado. Temen que el destino les vuelva como él. No saben que aquel hombre, quizá en otro tiempo, igual que ellos temió al mañana. A un mañana miserable y absurdo.

Los menos, se detienen y miran al borracho. Sacan de su bolsillo unas monedas y se las ofrecen temerosos. El hombre extiende la palma de la mano y en su muñeca distingo una cicatriz. La huella de una decisión desesperada. Recoge las monedas, y ve como se marchan. Durante un rato mantendrán callada su conciencia. Su silencio solo cuesta unas monedas.  
Nadie conoce la historia de aquel hombre. A nadie le importa. Solo es uno más. Un miserable más. Un hombre que se ahoga en alcohol, para huir de su realidad. Hace mucho tiempo que dejó de luchar. Que abandonó la pelea. Hace tanto tiempo, que  no sabe por qué huye.
Frente al hombre sentado en el banco de piedra, un joven de color, lucha contra el viento, para sujetar unos palos al suelo y tender un plástico blanco que proteja su tesoro de la lluvia. Lo consigue y bajo el techo improvisado, despliega dos sábanas y muestra su fortuna: bolsos de señora, gafas de sol, cinturones de cuero, pulseras, pendientes, anillos y collares. Se sienta en una silla coja, sin respaldo. Y espera. Por delante de su puesto pasan los mismos. Los que van deprisa, los que pasean, los que se detienen y observan. 

Una señora con un abrigo de paño se para y habla con él. Sin duda negocian sobre el precio. Va a marcharse sin comprar nada y él la llama, la detiene. Intenta vender con una última oferta.  El hambre hace que el precio baje. Por fin, la señora del abrigo de paño, saca de su billetera unos euros y se los entrega. A cambio, recibe un bolso envuelto en las páginas amarillentas de cualquier periódico. El hombre negro le da las gracias con una enorme sonrisa.
Pasan las horas. La lluvia cesa. Nadie más se para junto al puesto. Cae el sol, y el hombre del banco de piedra sigue allí. Borracho. Abrazado a su botella de vino. Gira su cabeza, se agacha y vomita el alcohol y la hiel. Escupe su vida.

El joven negro recoge su tenderete. Se marcha. Hoy solo es un punto y seguido, un renglón más de su diario. Mañana será solo un recuerdo. Un pequeño pasaje de su vida. Una vida cruel, de miedos y de hambre. Mañana volverá. Volverá para rebelarse. Para luchar. Para enfrentarse a su destino con el plástico blanco, los palos y las sábanas anudadas entre sí.
Desde mi ventana, veo como se aleja. Sobre la tierra del parque, la luz de una farola dibuja su sombra. Una sombra triste, que camina despacio, muy despacio. Hasta que lentamente se pierde en las tinieblas.

No se rinde. No huye. Sólo se marcha. 









Por si acaso

Me parece escuchar que canturrea. Sí, sin duda tararea una canción. Es una melodía simple, anodina,  amarga. Como el viaje que estoy a punto de emprender  Mi maleta elige el tipo de canción de acuerdo al motivo de mi viaje. Hace calor, mucho calor. Meto en sus tripas la ropa interior, un pantalón y una camisa. Añado unos zapatos negros y brillantes y por último la chaqueta de lana. ”. Mi abuela decía que nunca venía de más una chaqueta de lana”. Una chaqueta” por si acaso”. Sigo su consejo.  Sea el que sea mi destino, en la maleta siempre viaja la chaqueta de lana.

Doy un último vistazo al armario. No quiero olvidar nada. Abro su puerta. Veo mi camisa y veo mi pueblo. Recuerdo las tardes de mi infancia en las que capitaneando un batallón, luchaba por hacerme con la bandera del ejército enemigo. Aquella bandera era el símbolo de su fuerza. Debía robarla para derrotarlos, para humillarlos. Su bandera era roja. Del color de una camisa que cuelga de mi percha. La nuestra azul.

Preparo luego el neceser con las cosas de aseo. La espuma, las cuchillas y la loción para después del afeitado. Mi desodorante, mi colonia y mi cepillo de dientes. Con él en la mano, recuerdo ahora cómo mi madre consiguió que a los seis años comenzara a lavarme los dientes dos veces al día: “Gian Galeazzo, el cepillo de dientes es una varita mágica. Si frotas tus dientes con ella, tus deseos se harán realidad. ¿Has visto como sonríen los que tienen  los dientes blancos?”. Nunca se cumplieron mis deseos. Mi sonrisa es blanca. Mi cepillo sigue siendo mágico.

Abro el maletero del coche para colocar el equipaje. Tengo que apartar la caja de herramientas. Nunca he sabido que hace allí. No entiendo nada de mecánica, y ni siquiera sé que herramientas guarda en su interior. Mi padre me dijo en una ocasión que era bueno llevarla “por si acaso”. Desde entonces viaja conmigo. Viaja en un continuo sin sentido. Sólo viaja para nada.

Vuelvo a entrar en casa. Debo asegurarme de que todos los grifos estén perfectamente cerrados. Paso a la cocina. De forma instintiva miro el reloj que cuelga de la pared, al lado del vasar. Las dos y diez. No recuerdo cuando, pero sé que su vida se acabó exactamente a las dos y diez. De cualquier día. De un mes cualquiera. De un año ignorado. A las dos y diez. Su vida se paró a las dos y diez.

El grifo gotea. Su sonido me traslada al despacho de mi padre. En mi memoria aún resuena de forma armónica y acompasada el tac-tac de su metrónomo. Tac-tac. Tac-tac. Ajeno al tiempo, insiste en marcar el compás de una melodía que nunca fue tocada. Cierro la válvula de paso.  El instrumento calla.

Paso al cuarto de baño. Aún permanece el olor del gel que utilizo para ducharme. Casi de manera involuntaria levanto el envase que lo contiene y lo acerco a mi nariz.  Me encanta su aroma. Huele a fresco, a limpio, a puro. Huele a hierbabuena. Como en el campo.Todo está en orden. Estoy listo para partir.

Busco el llavero. Mi llavero de la suerte. Está bendito por el apóstol Santiago.  En él están las llaves de mi coche. Me da seguridad, confianza. Nunca he conducido sin él. Nunca emprenderé un viaje sin mi amuleto.

Arranco. Comienzo el viaje a ninguna parte. Recorro ligero los primeros kilómetros de mi itinerario. Después, prudente, aminoro la velocidad. Estoy más calmado. No tengo prisa por llegar .Nadie me espera. A nadie le importa mi viaje. Soy como mi chaqueta de lana. Como mi caja de herramientas.