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miércoles, 9 de octubre de 2013

El guardián

EL GUARDIÁN


-Me he perdido -le dijo a los árboles.

La fría brisa del atardecer acariciaba sus mejillas, mientras se preguntaba como demonios podía haberse perdido a pesar de llevar un plano de ese gigantesco bosque, y una brújula en la mano.

Pateó el suelo con rabia, y gritó:

-¡Nunca debí haber venido! ¡Mierda! -y se sentó en el tocón de un árbol, intentando tranquilizarse.

En un principio, la idea de pasar la noche en el bosque no le había parecido mala, todo lo contrario: dos días y una noche de tranquila soledad para leer o para escuchar las aves, simplemente. Y allí estaba ahora: con la mochila y la tienda de campaña a la espalda, en algún lugar de aquel bosque. Un lugar desconocido, por cierto.

Se levantó y echó a andar, resignado. Tenía que encontrar un claro para acampar, de lo contrario tendría que dormir a la intemperie. Al menos tengo el saco, pensó.

Entonces fue cuando llegó al sendero: vio el Cielo abierto, y echó a correr por él: al poco tiempo comenzó a divisar una gran mole gris entre los troncos de los árboles; el camino dio un par de revueltas más y llegó a un gran claro en medio del cual se erguía un gran caserón -casi un castillo, a juzgar por su aire regio-. Parecía habitado, y sin más se acercó, subió unos escalones hasta llegar a la puerta y la golpeó un par de veces con la aldaba. Pudo oír los ecos de los golpes en el interior de la casa a pesar del grosor de la puerta, y antes de que aquéllos se hubiesen apagado, ésta se abrió.

-¿Quién es usted? -preguntó un mayordomo, con cierto tono despectivo.

-Soy un excursionista. Me he perdido y quería preguntar si... -vaciló un instante- si podría pasar la noche en esta casa. -El Sol había desaparecido bajo la línea del horizonte, y el cielo se oscurecía por momentos.

-Un momento -cerró la puerta.

Cinco minutos después, la puerta continuaba cerrada. Sentado en los escalones, mantenía la mirada fija en aquel claro. ¿Y si montase la tienda ahí?, se estaba preguntando, cuando algo chirrió tras él. Se volvió, y vio que la puerta -por fin- se abría.

-Pase -le dijo-. Mi señor le permite la estancia, por esta noche.

Entró en la casa. Por dentro era aún más majestuosa que por fuera. Gruesos tapices donde se recogían, dibujadas, antiguas y legendarias batallas, cubrían las paredes; del techo colgaban grandes lámparas de araña.

-Sígame. -Y subieron al piso superior que sugerían una antigüedad incognoscible. Incluso el mayordomo la sugería, pensó, a pesar de que su rostro no mostraba más rasgos de vejez que los de un hombre de cuarenta, cincuenta años a lo sumo.

Le siguió por un laberinto de pasillos.

Su habitación era grande, con un pequeño y anticuado cuarto de baño. Aquí no había tapices, sino cuadros de extraños dioses, que le hicieron pensar en alguna mitología antigua.

El mayordomo salió, y el invitado se sentó en la cama, tan antigua como todo lo demás.

-Bonita noche al aire libre -murmuraba, mientras se quitaba las botas-. Esta es la última vez. ¡La última!

Toc, toc. La puerta se abrió y el mayordomo entró, sosteniendo una bandeja con comida.

-Su cena -dijo, mientras el otro miraba sorprendido.

-No hacía falta, yo llevaba... -el mayordomo se marchó, sin dejarle terminar y sin despedirse siquiera.

Se quitó la otra bota, y, descalzo, se aproximó a la mesa.

Bon apettit, pensó. Sonrió y empezó a comer.

Cuando hubo terminado, se acercó a la puerta para salir, pero no pudo abrirla.

Frunció el ceño. ¿Por qué no se abre?

Probó dos veces más, hasta que le fue evidente que el mayordomo le había encerrado.

-¡Eh! ¿¡Qué pasa aquí!? -gritó, y golpeó la puerta- ¡eh!

Quizá no quieran que ronde por la casa.

Se encogió de hombros; se desvistió y se metió en la cama.

Mañana será otro día, pensó cuando cerró los ojos.

****************

Se despertó sobresaltado. Aún era de noche. Le había parecido escuchar algo en la puerta.

Esperó, pero no oyó nada más.

-Lo habré soñado -murmuró, para tranquilizarse, mientras cerraba los ojos

¡otra vez ese sonido!

Se sentó en la cama; sus pies rozando el suelo y su corazón a punto de estallar.

Parece como si arañaran la puerta, pensó. ¿Será el mayordomo, que intenta gastarme una broma? Seguro de ésto último, dijo en voz alta:

-¿Oiga? ¿Qué sucede?

Entonces oyó un gañido y el trote de un animal que se alejaba. Tragó saliva y, cubierto de sudor frío, se volvió a meter entre las sábanas.

Agradeció a Dios que la puerta estuviese cerrada con llave.

A pesar de ello, apenas pudo conciliar el sueño el resto noche.

****************

El resplandor del Sol se colaba por entre las cortinas.

Miró su reloj. Eran las siete de la mañana.

Se levantó, se vistió y se lavó la cara. Al mirarse en el espejo comprobó que éste deformaba el reflejo cómicamente.

Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. El Sol naciente entró en todo su esplendor. Miró hacia el bosque y se percató de que aquella era la zona de la cual él había salido, aunque ahora tuvo ese sentimiento de antigüedad que la noche anterior tuvo al subir las escaleras. Se preguntó cuál sería la edad de aquellos árboles. ¿Cientos, miles de años, quizá? Le pareció que estaban ahí desde épocas inmemoriales.

La puerta principal se abrió de un portazo, y el chico miró hacia abajo: de la casa salía un lobo del tamaño de un caballo con una persona entre sus fauces.

Se separó de la ventana, aterrorizado. Recordó la noche anterior, y se lanzó a la puerta: para su alivio, seguía cerrada con llave. Aquella monstruosidad no podría alcanzarle.

Escuchó un alarido y el chasquido de huesos rompiéndose.

Se acercó a la ventana y volvió a mirar.

Abajo, el lobo se relamía las fauces. Debajo de él sólo quedaban unos despojos.

¿A quién se habrá comido? El miedo le había aturdido. No podía dejar de mirar por la ventana. ¿A quién?

Entonces vio unos jirones de ropa entre los restos.

La ropa del mayordomo.

Cayó desmayado.

****************

Se despertó, notando la cama bajo él. Se sentía completamente en calma, y durante aquel momento de lasitud no movió un sólo músculo.

Entonces recordó, y se levantó de un salto: la puerta estaba destrozada. Asustado, se asomó por la ventana.

Allí estaba el lobo, devorando otra presa.

-¡No ha sido un sueño! ¡¡NO HA SIDO UN SUEÑO!! -gritaba, aterrorizado, lo que en el fondo de su corazón ya sabía. Se dio la vuelta para huir, pero se quedó clavado en el suelo

porque el mayordomo estaba de pie en la puerta.

-¡USTED! -gritó con todas sus fuerzas- ¡¡USTED ESTÁ MUERTO!! -retrocedió un paso.

-No intente escapar.

-¿QUÉÉÉ?

-No intente escapar -repitió-. Aun si tuviera un cuerpo le resultaría difícil. Sin él no lo intente. No podrá.

-¡Usted está muerto! ¡Yo le vi morir! -retrocedió y miró por la ventana. El gigantesco lobo se adentraba en la espesura. De pronto todo le pareció irreal, y temió haberse vuelto loco.

-Sí -dijo el mayordomo, ante la sorpresa del otro-. Morí en mil novecientos ochenta, de una pulmonía. En el ochenta y cinco, un cáncer me mató; y volví a morir ocho años más tarde asesinado por una de las gárgolas del tejado, que cobran vida a media noche.

-¿Quééé?

-La última vez que morí fue esta mañana, devorado por el lobo.

-¡Usted está loco! -gritó, exasperado, convencido de haber sido objeto de una broma pesada.- Todo ésto tiene que ser un montaje.

El mayordomo entró en la habitación.

-Vendí hace años mi alma al dios Hom'Sthotath, el Soberano de lo Muerto. ¿Sabe algo sobre Él? ¿No? No importa. Ahora sirvo al Guardián de la Puerta hasta el glorioso día en el que Él pase a nuestro plano de existencia y reine sobre la Tierra.

-Todo esto es un montaje -repitió, esperando un "sí" que no llegó.

-En cuanto al lobo... -continuó-, él es el Guardián. Ayer no me permitió que le diera cobijo a usted, pero le desobedecí, y él, al ver esta puerta cerrada y percibir el olor a ser humano, advirtió esta desobediencia y me mató; no obstante mi cuerpo inmortal resucitó de nuevo.

-¿Por qué lo hizo?

-Necesitaba compañía.

-¡No me quedaré! Dios mío... ésto no puede ser real.

-Si mira al suelo, verá sangre.

Obedeció; a sus pies había un charco de sangre.

-Si me acompaña, sabrá de quién es -el mayordomo salió de la habitación, y el chico fue tras él.

Bajaron las escaleras. El mayordomo abrió la puerta principal y dijo

-Dígame, ¿qué es lo que ve? -el aludido miró al exterior.

-Oh Dios... restos humanos.

-Fíjese bien.

Obedeció, y vio entre el fango unas botas y ropa de abrigo, hecha jirones.

-Ahora eres un alma en pena; permanecerás atado a esta casa hasta el final de los tiempos.

El chico le miró.

-¿Qué?

-Has sido devorado por el Guardián.

jueves, 3 de octubre de 2013

El monstruo


-Bellísimo -dijo el director del museo.

Se estaba refiriendo, claro está, a la última adquisición del museo: la estatua de un monstruo de tipo reptil, de seis patas, con alas de murciélago medio desplegadas y en actitud agresiva; la cabeza estaba girada unos centímetros hacia la izquierda, mirando al frente con un ojo fiero. La boca entreabierta, cargada de colmillos, completaba el efecto. La cola descansaba sobre el suelo. En total, medía unos diez metros.

-Bellísimo -repitió. Acarició la fría piedra, a sabiendas de que no debería hacerlo-. Han hecho un excelente trabajo.

Se refería a los restauradores. La estatua había sido encontrada en la selva amazónica hacía varias semanas por un grupo de investigación. Al parecer estaban buscando nuevas especies animales cuando tropezaron literalmente con aquella obra de arte: la vegetación la cubría por entero. Avisaron por radio de aquel descubrimiento, a pesar de la reticencia del guía indígena -viejo y muy supersticioso-, y pronto se limpió un tramo de selva (ante el horror de los investigadores) y se sacó, con las debidas precauciones, con un helicóptero. Ahora, limpia de musgo y suciedad, se exhibía en el museo arqueológico de Río de Janeiro.

Hubo una gran afluencia de público para verla. cosa que Joao, uno de los vigilantes, no comprendía. Aquella estatua era verdaderamente horrenda, comentario que no podía evitar decir en voz alta cuando pasaba ante ella.

Un año más tarde, la estatua ya había perdido su popularidad, aunque seguía siendo la atracción del museo, que la exhibía tras unos cristales a prueba de balas desde el intento de robo: unos encapuchados habían conseguido entrar (nadie sabía como) y estaban intentando llevársela tirando de gruesas cuerdas amarradas a ella cuando fueron sorprendidos por los vigilantes. Uno de los ladrones -que resultó ser el guía de la expedición descubridora- fue internado en un hospital psiquiátrico, ya que cuando fue detenido no hacía más que repetir:

-¿Estáis locos? ¡eso no debería estar aquí! ¡debéis deshaceros de él!

Evidentemente, sus ruegos fueron desoídos.

Un mes después, la estatua fue cambiada de lugar: se había producido una fuga de agua de las cañerías del techo de la sala donde estaba, y ya se sabe la enemistad existente entre el arte y la humedad. Llevaron la escultura a un sótano y le impusieron una vigilancia nocturna.

A Joao le tocó la segunda noche. Odiaba quedarse a solas con aquel engendro -como él lo llamaba-, pero no podía hacer nada al respecto: la reparación aún duraría un par de días más.

Aquella noche, como de costumbre, Joao se acercó a la gran estatua, y comentó:

-Eres monstruosa. Si fueses mía, te hubiese reducido a polvo hace tiempo. No sé cómo la gente puede pagar por verte.

Y, sin ninguna razón especial, golpeó la mandíbula de la escultura con el puño.

Entonces el monstruo movió su cabeza, apartó el puño e, inclinándose, le arrancó las piernas de un mordisco.