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sábado, 29 de junio de 2013

Web de mis libros revisada

En esta dirección se pueden encontrar mis libros publicados por Palibrio, de Indiana (EE.UU.)

http://www.carloemanueleruspoli.com/index.html

La página web renovada ofrece la posibilidad de leer las sinopsis y algo del texto de los libros, así como de encargar los libros  Directamente a la editorial por medio de un sencillo formulario con tarjeta de crédito. Próximamente se incorporarán nuevos títulos a la oferta.





viernes, 28 de junio de 2013

La casa de las dos vidas, de Conchita Manglano Thovar

BIOGRAFÍA de la autora


Me llamo Conchita Manglano Thovar. Nací en Madrid en 1980. Tengo dos hermanas mayores que yo y dos sobrinas a las que adoro. Hasta los 18 años, estudié en el colegio de Las Teresianas. Al acabar me decidí por la rama sanitaria. Soy Titulada Superior en Documentación Sanitaria y Diplomada Universitaria en Enfermería por la universidad San Pablo Ceu de Madrid. Esta profesión me ha dado y me sigue dando muchas satisfacciones personales y profesionales. Actualmente trabajo como enfermera, ocupando todo mi tiempo libre en lo que podría definir como mi verdadera vocación: imaginar.
Mi relación con la lectura viene desde bien pequeña, cuando veía a mi padre leyendo o escribiendo algún artículo para revistas de Arqueología, mientras mi madre cuidaba de nosotras. He tenido la suerte de vivir en una casa en la que los libros se agolpaban en las estanterías. Por mi profesión he conseguido sacar más de una sonrisa en las plantas de hospital, contando alguna historia improvisada. Pero nunca, hasta ahora, me he atrevido a contarlo sobre un papel. Y es aquí cuando surge “La casa de las dos vidas”.
No estoy directamente vinculada al mundo literario, sin embargo mi vida sí. He construido mi novela con la suma de mi imaginación, mis experiencias reales, mis sueños… pero también con algo de cada libro que ha pasado por mis manos.



 SINOPSIS de: La casa de las dos vidas
      
Después de perderlo todo a pocas semanas de su boda, Clara se ve obligada a dejar Madrid buscando una nueva vida, un nuevo camino. Necesita reconstruirse como persona, deshacerse de todo el daño que le han hecho.
El destino la lleva hasta Alexmont, un pequeño pueblo de Canadá donde tendrá que comenzar desde cero. Nuevos amigos, nuevo trabajo, nueva casa: “La casa Turquesa”. Hay algo en ella que la rinde misteriosa a los ojos de sus vecinos, excepto a los ojos de Clara que siente una relación especial, casi mágica, con sus habitaciones, sus paredes, su jardín…
Aprenderá el verdadero significado de amabilidad, protección, amistad, familia, amor… Descubrirá que cuenta con una compañía peculiar y que Alexmont esconde un secreto en el que se verá involucrada. Comprobará que la aparente tranquilidad del pueblo no es real.
¿Es ella la que elige su nueva vida? ¿O es La Casa Turquesa la que la elige a ella?

Las diez primeras páginas del libro:

 Juró que nunca abandonaría aquel lugar. No sin que se supiera la verdad. No, sin que las personas que le habían causado tanto daño, pagasen por sus actos. Era venganza lo que necesitaba su alma y no pararía hasta conseguirla.
 Vagaba sin rumbo por las paredes de aquella casa. Recorría todos los días cada rincón de su antiguo hogar, recordando los momentos vividos. Sonreía al pasar por su habitación, todavía podía verla jugando con aquella muñeca que tanto le gustaba, y hoy descansaba inerte y descolorida en un rincón del desván. Junto a ella, muchos de los recuerdos de una vida pasada, plenamente feliz. Truncada hasta el extremo por la avaricia de otros.
Las cortinas raídas del salón ondeaban a su paso, fantasmales. Las escaleras de madera carcomida chirriaban al mínimo contacto con él. Las antiguas fotos colocadas en los muebles deteriorados, por el paso del tiempo y la dejadez, le miraban con dulzura y compasión. Con la dulzura con la que se mira a un ser querido y con la compasión que se siente ante un alma que no puede descansar.
Su llanto se confundía con el viento que se colaba por las ventanas despojadas de sus cristales. Un llanto amargo, impotente, un alarido de dolor que sonaba en cualquier rincón de la casa e impregnaba cada silencio.
Cada día recordaba la alegría y la plenitud de su antigua existencia, no tan lejana, pero también la desgracia que le desgarraba por dentro. Y dejaba la tranquilidad y la satisfacción para aquellos que ya lo habían dejado todo hecho; y cuya única misión era el descanso eterno.



                                                           
1
La gente avanzaba por los pasillos arrastrando sus pesadas maletas. Algunos corrían, nerviosos por llegar tarde; otros paseaban, con la tranquilidad de saber que les sobraba el tiempo. Hablaban entre ellos, leían libros, ojeaban revistas esperando su momento. Las pantallas anunciaban las salidas programadas para los próximos minutos. Un hervidero de gente, se congregaba frente a ellas, para confirmar que sus vuelos ya tenían puerta de embarque adjudicada.
            Eran las ocho de la mañana de un martes del mes de septiembre. El aeropuerto, a pesar de ser una hora tan temprana, llenaba sus terminales de viajeros nerviosos por coger sus respectivos vuelos; además del personal que entraba en el primer turno del día.
            El cielo se encontraba totalmente despejado y se adivinaba un día caluroso, al contrario que el día anterior. El verano intentaba alargarse más de lo habitual. Y con él, las vacaciones de muchos trabajadores, que aprovechaban las ofertas de último minuto para irse a algún lugar lejano a descansar y desconectar de la rutina.
            Clara se encontraba de pie frente a una de las pantallas. Impávida, pétrea, helada. En su rostro se reflejaba el dolor sufrido un día antes. Incluso ahora por sus mejillas se escapaban algunas lágrimas descontroladas. Ya no sentía odio, ni tristeza, ni rabia. Ya no se compadecía de sí misma. Es extraño cómo la mente ayuda a reconstruir todo lo que en unos segundos se ha desmoronado. Cómo es capaz de rehacer un sentimiento de esperanza desde los escombros. Su corazón que ayer latía por pura fisiología, hoy late por una pequeña ilusión nueva en su camino. El cual la persona que más quería se empeñó en destruir.
            Un niño a su lado, aferrado a la mano de su madre, miraba con curiosidad.
            -Mami –tiraba de su brazo sin dejar de mirar-, esa chica está llorando.
            La madre se agachó a una altura prudencial para que su hijo la pudiera escuchar bien. Con la cara algo más colorada de lo normal, por la vergüenza, le susurró:
            -Cariño, no hay que mirar a las personas. Es de muy mala educación.
            -Pero está triste –dijo con vocecita compungida- ¿Le habrá pasado lo mismo que a mí?
            -Seguro cielo. –Intentó zanjar el tema discretamente pero Clara miraba.
            -Es muy duro salir de viaje y dejarte el osito en casa, no se viaja igual. –El pequeño movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba para sí.
            Clara se quedó mirando al niño que en ese momento se cruzó con sus ojos y sonrió. Una sonrisa de comprensión que nadie le había sabido dar. Despertó de su trance y buscó su vuelo en la pantalla: París, Roma, Londres, Frankfurt. Siguió la fila que marcaba su destino para comprobar el número y la hora: Frankfurt, Vuelo 6901, compañía Spanair, salida a las 9:05, llegada prevista a las 11:45; puerta de embarque B35. Después de leer todos los datos, echó un vistazo a su billete. Lo llevaba sujeto en la mano derecha con fuerza. Con la fuerza con la que se agarra uno a algo, cuando ese algo es lo único que te queda para salir adelante. Confirmó que los datos coincidían con los de la pantalla. Guardó cuidadosamente el billete en el bolso y avanzó despacio hacia el control policial.
            No tuvo que esperar mucha cola. Le pidieron que se despojara de las pocas cosas que permitían subir al avión. Tan solo llevaba su bolso. Había facturado la maleta minutos antes en el mostrador. Una maleta en la que había cabido, sin problemas, todo lo que deseaba conservar de su pasado. Y sonrió al recordar que todavía sobraba espacio en ella.
            Una vez pasada la barrera recogió sus cosas de la bandeja metálica en la que las había depositado y buscó su puerta de embarque. A poca distancia de donde se encontraba se topó con ella. Esa puerta era el camino hacia su nueva vida. Una vida que desconocía pero que ansiaba como nunca había deseado nada. No con alegría, más bien con resignación y necesidad.
            Se sentó en uno de los sillones de la sala de espera, común a cuatro puertas de embarque. Miró a su alrededor. La gente esperaba impaciente a que abriesen las puertas. Familias enteras con sus hijos, ilusionados; gente, que como ella, por negocios o por placer, viajaban solos. Distaba mucho de la razón por la que ella debía hacerlo. Parejas que miraban sus guías turísticas mientras se hacían gestos de complicidad. Esto le recordó a un tiempo pasado, en el que ella también había volado en más de una ocasión acompañada. Se quedó pensando, con la mirada perdida en la ventana que daba a la pista, evocando aquel tiempo no muy lejano.

2
Un día antes.
            Los ordenadores de la oficina trabajaban sin descanso en la cuarta planta de un edificio situado en la plaza de Colón. Los empleados corrían de una mesa a otra consultando y comentando detalles de última hora con los compañeros. Había mucho movimiento. La pequeña empresa de arquitectos que había surgido de la nada, ahora ocupaba una posición privilegiada entre las más influyentes de Madrid. Creada por dos socios muy jóvenes pero muy experimentados; su profesionalidad había corrido de boca en boca por los círculos más importantes de la capital. Esto les había dado la popularidad de la que ahora presumían.
            Martín era uno de los socios fundadores de la empresa. Un chico de 34 años, casado y con un hijo. A su lado, Pedro, el otro cincuenta por ciento. Atractivo hasta el infinito, elegante y educado. Con 30 años había logrado su sueño. Ambos, muy ambiciosos, habían conseguido posicionar su empresa entre las mejor consideradas. Todo a base de trabajo y esfuerzo que aún hoy, seguían empleando como estrategia de éxito. Ninguno de los dos había cambiado su forma de ver la vida. Habían aumentado el dinero de su cuenta corriente en varios ceros a la derecha; y habían pasado de un pisito de cuarenta metros cuadrados, en el que apenas cabía un sofá, a una casa en una de las mejores urbanizaciones de Madrid. Se enorgullecían de ser los mismos chicos que comenzaron con un par de folios en blanco y unos lápices.
            Clara trabajaba para ellos desde hace tres años cuando acabó la carrera de Bellas Artes. Los mismos tres años que llevaba saliendo con Pedro. Cuando entró en la empresa surgió el amor a primera vista. Desde entonces no se habían separado. Trabajaban juntos, comían juntos, tomaban el café de media mañana juntos. Algunos pensaban que eran demasiado empalagosos. A ellos les faltaba tiempo durante el día para dedicarse el uno al otro. Ella era una “belleza española”, como le solía llamar Martín. De estatura media, esbelta pero con una figura bien formada; un cabello negro, abundante y ondulado; unos ojos negros almendrados y una mirada intensa.
            Junto a ella, su mejor amiga de la facultad, María. Entraron las dos juntas y allí seguían, se sentían como hermanas. El lugar de trabajo lo habían convertido en un sitio agradable y cómodo. María era la antítesis de Clara: más bien baja, rellenita y de pelo castaño. Sin ningún rasgo a destacar.
Clara era hija única. Sus padres murieron cuando ella era tan solo una niña, en un accidente de coche en Asturias. De ella se hizo cargo la hermana de su padre que murió cuando ella todavía cursaba sus estudios. Se crió en Galicia, hasta que tuvo la edad suficiente para irse a Madrid a estudiar la carrera; y allí se quedó a trabajar. Ahora había hecho de Madrid, su ciudad.
            María era la única persona que sabía todo sobre Clara: inquietudes, alegrías, preocupaciones… absolutamente todo. La confianza de la una en la otra era plena. Incluso Pedro desconocía algunos aspectos de la vida de su novia que María sí conocía.
            Faltaban dos meses para su boda. Clara había estado algo nerviosa por los preparativos y por lo que conllevaba el evento. Había ahorrado durante toda su vida laboral (aunque no fuese mucha) para ese momento; y junto con lo que había heredado de sus padres, le había quedado una gran cantidad para invertirla en la boda. Pedro y ella discutían mucho sobre este tema. Él no entendía por qué debía gastar todos sus ahorros, cuando él podía la pagar holgadamente y quería hacerlo. Pero ella se mostraba tajante.
            Aquel día llovía sin parar. Erra la típica tormenta de verano. Las gotas de agua golpeaban los cristales con una fuerza feroz. Clara se hacía oir:
            -No sé si las invitaciones hacerlas en oro o plata ¿tú que opinas? –desplazó la mirada de la pantalla del ordenador a su amiga.
Ésta miraba a lo lejos, sumida en un mundo muy lejano al que le hablaba Clara.
-¡María! –Llamó su atención-. ¿Qué te pasa? llevas unos días rarísima.
-Perdona, estaba pensando en otra cosa. ¿Qué has dicho?
-Las invitaciones –utilizó un tono de resignación algo más exagerado de lo normal para que María se diese cuenta de que su despiste no le había gustado- ¿en oro o plata?
-Plata está bien –mordisqueaba su lápiz nerviosa.
-¿Por qué? –quiso saber Clara.
-¿Y por qué no? –fue la única contestación que obtuvo.
Clara retornó a la pantalla de su ordenador extrañada. Algo le pasaba a María que no le quería decir. Conocía bien a su amiga y sabía que era mejor no insistir. Ya se lo contaría cuando fuera preciso.
-Voy al baño –María se levantó.
La siguió con la mirada y justo cuando pasaba por delante del despacho de Pedro, éste salió y saludó a Clara con un gesto de la mano. Pedro tenía mala cara, llevaba varios meses trabajando a destajo en un nuevo proyecto muy importante, según le explicó él. Últimamente no tenía tiempo ni de mirar los preparativos de la boda. Pero eso a Clara no le importaba, sabía lo mucho que le había costado llegar hasta donde él estaba y no pensaba echar en cara que trabajase mucho o que no ayudase a elegir el color de la mantelería. No sería justo.
Continuó trabajando. Pasado un buen rato, como María no aparecía, miró hacia los servicios. Reparó en que había alguien con Pedro. Era ella. Siempre le consultaba cualquier cosa de trabajo, quería que todo estuviera correcto y al gusto de “los jefes”. Era perfeccionista y una gran trabajadora. Cogió su pluma y comenzó a dibujar unos trazos sobre una cartulina blanca. Estaba tan concentrada en su trabajo que le costó darse cuenta que el teléfono que sonaba era el suyo.
-Clara –descolgó sin desviar la mirada del papel.
-Clara, soy Pedro. ¿Puedes venir a mi despacho un momento? –su voz era cortante.
Habitualmente cuando Pedro le decía que se acercara a su despacho, era porque quería tener un momento de intimidad con ella. A él no le gustaban las muestras de afecto en el trabajo. Y aunque todo el mundo conocía su relación con ella, no quería que nunca le echasen en cara a Clara que trabajara allí por ser la novia del jefe.
Se levantó despacio de la mesa, todavía inclinada sobre el papel, para terminar una recta que se había quedado incompleta. Dejó la pluma y echó a andar hacía el despacho. Por el camino pudo ver que María y Pedro discutían acaloradamente. No entendía que podía haber sucedido para que estuvieran enzarzados de ese modo. Por lo general ellos se entendían a la perfección.
Llamó a la puerta con los nudillos. Siempre era bien recibida pero no dejaba de ser el despacho del jefe.
-Adelante –escuchó la voz de Pedro desde el interior.
-¿Me llamabas? –primero miró a Pedro que estaba de espaldas a la puerta, mirando el ventanal que ocupaba toda la pared del fono de su despacho; después miró a María. Estaba apoyada con las dos manos sobre la mesa de Pedro, no tenía muy buen aspecto-. ¿Ha ocurrido algo?
-Siéntate, por favor. –Se dio la vuelta e hizo un gesto con la mano para que tomase asiento frente a él.
Durante unos segundos, que a Clara le parecieron horas, Pedro jugueteaba con la pluma que le habia regalado por su primer aniversario. Le llevó más de un mes encontrar la pluma perfecta, lo recordaba muy bien, pero al final resultó ser un regalo genial.
-Clara. No me voy a andar con rodeos. Primero porque sabes que no es mi estilo y segundo porque creo que no te lo mereces.
Miraba extrañada la situación. No entendía qué podía ocurrir que fuera tan horrible para que su novio y su mejor amiga estuvieran observándola de esa manera.
-Tú dirás –dijo con aquella voz dulce que ponía siempre que presentía algún problema.
-No puedo casarme contigo –escrutó los ojos de Clara-. Lo siento.
Ella intentó comprender el significado de aquella frase en tan solo un segundo. Pero le fue imposible, necesitaba algo más.
-No… no te entiendo, ¿qué quieres decir? –buscó ayuda en María que se mantenía firme en su posición con los ojos vidriosos.
-No voy a casarme contigo, Clara. Lo siento de veras. No puedo. No es justo seguir con esta farsa –angustiado, se aflojó un poco el nudo de la corbata.
-¿Por qué? –en su mente empezaron a formarse multitud de imágenes e ideas y ninguna tenía sentido por sí misma-. ¿Qué farsa? ¿Qué está pasando?
Su respiración empezó a sonar mas fuerte en su pecho y su corazón amenazaba con salir de un momento a otro hacia el exterior. Notaba cómo las manos le temblaban sin control.
-No he sido sincero contigo –agachó la cabeza y se tocó la nuca como hacía cuando estaba nervioso.
Clara se removía inquieta en su silla. No le decía nada concreto y tampoco entendía por qué María tenía que escuchar esa conversación.
-María y yo… –se le ahogaron las palabras en la garganta-, nos hemos estado viendo todo este tiempo.
-¿Viendo? ¿quieres decir qué…? –Se le cortó la voz.
-Sí. No me puedo casar contigo me he enamorado de ella. –Sintió que se quitaba un peso de encima pero le venía el de la culpa.
-No… no puede ser. No… –negaba con la cabeza mientras los ojos ahogados en lágrimas empezaban a escocerle-, no podéis hacerme esto.
-Lo siento Clara –María se sentía la peor persona del mundo. Sin embargo ella no lo había decidido así.
-Surgió, simplemente surgió; no lo buscamos ninguno de los dos. No queremos hacerte daño, te queremos demasiado. –Pedro se notaba angustiado.
-¿Qué no queréis hacerme daño? ¿Qué me queréis? Tú –miró a Pedro con dolor y desprecio-, que me pediste que me casara contigo porque era la mujer de tu vida. Y tú –clavó sus ojos en los de “su amiga”- que siempre has sido como una hermana para mí. Sois despreciables.
Se levantó despacio de la silla, sujetando con fuerza los reposabrazos, clavando sus uñas en ellos. El mundo se le había venido abajo. Su futuro marido se iba con su mejor amiga. Y allí estaban los dos, delante, explicándoselo todo. Ahora entendía muchas cosas: las noches que él no llegaba a casa porque tenía que trabajar hasta tarde; los fines de semana que su amiga se iba fuera de Madrid coincidiendo con los viajes de negocios de Pedro; las caras de los últimos días. No le salían palabras para describir lo que sentía en ese momento. Tampoco quería darles el gusto de montarles un espectáculo. Se giró hacia la puerta, dándoles la espalda, con los ojos anegados en lágrimas. No dijo ni una palabra más.
-¡Espera! Yo… –María comenzó a hablar entre sollozos- lo siento.
-No quiero volver a veros en mi vida –sentenció todo lo serena que pudo.
Abandonó el despacho y se dirigió a su mesa con la cara embarrada en el maquillaje. Sus ojos, siempre alegres y expresivos, ahora estaban muertos. Se sentó en la silla, consciente de que algunos de sus compañeros miraban indiscretos y especulaban entre ellos.
Debía irse cuanto antes, no podía seguir trabajando allí. Cogió su bolso y su teléfono. Sacó de uno de los cajones una bolsa de plástico para meter las cosas que quería llevarse del que hasta ahora había sido su segundo hogar. Desplazó la mirada a lo largo de toda la mesa: papeles, dibujos, bolígrafos, fotos los dos en vacaciones, fotos de María, una foto de sus padres, una manzana para el almuerzo y una revista que hace algunos días le había llegado por correo. Sujetó en las manos la foto de sus padres, la miró y acarició sus rostros con las yemas de los dedos; la guardó en la bolsa y sin darse cuenta tiró la revista al suelo. Ésta quedó abierta por la página 53. Miró hacia el suelo por inercia y una foto llamó su atención: la de una ballena enorme en un mar casi helado, una maravilla de la naturaleza. La recogió y leyó el titular: “Avistamiento de ballenas en Tadoussac, provincia de Québec, Canadá”. Sonrió amargamente. Se levantó y se fue sin despedirse.

Mi nueva web de libros





Se incorpora Orientalia

miércoles, 26 de junio de 2013

Gordi

El cronómetro indicaba cinco minutos. Sólo cinco minutos.

Notó su cabello empapado en sudor. Miró el cuadro de control de la bicicleta estática, el selector de dureza estaba en modo uno. La distancia recorrida no alcanzaba aún los dos mil metros. Su corazón rozaba las ciento cuarenta pulsaciones.

Volvió a escuchar aquellas malditas risas.

El hambre no bastaba. Tenía que sudar.

Colocó el selector en modo dos, agachó la cabeza, apretó los puños en el manillar y siguió pedaleando.

El sudor escocía en sus ojos. Con la mano derecha, cogió la toalla que llevaba en el cuello y secó su cara.

Ocho minutos. Dos mil setecientos metros. Ciento cincuenta pulsaciones.

Tensó los músculos. Debía esforzarse más. Su cabeza debía centrarse en el esfuerzo.

Necesitaba olvidar. No quería volver a llorar recordando su niñez. Una niñez amarga, cruel, en la que, al contrario que los otros niños, siempre temió la hora del recreo. La hora de la humillación. Las primeras cien veces, esperó ilusionado a que alguno de los capitanes lo eligiera para su equipo de fútbol. Nunca sucedió. En algunas ocasiones, incluso prefirieron jugar con uno menos. Primero, lloró viendo como los demás se divertían jugando Luego, aprendió a disimular sus lágrimas. A beberse su amargura.A tragarse su dolor.

La camiseta se pegaba a su cuerpo y le escocía los pezones Chorreaba sudor.

Se levantó del sillín. Pedaleó con rabia. Tenía que sudar más.

Once minutos. Tres mil doscientos cincuenta metros. Ciento sesenta pulsaciones.

No era suficiente. Debía llegar al límite.

No quería pensar. Debía acostumbrarse a no desear, a no sentir. Sabía que nunca experimentaría el placer de tocar los suaves, palpitantes y turgentes pechos de una chica, la calidez de sus besos, o la ternura de sus caricias.

Para los demás,él era un monstruo, un ser deforme,un contrahecho.

Quince minutos. Cinco mil metros. Ciento ochenta pulsaciones.

Volvió a secarse. La toalla apestaba a sudor.

Quería más. Colocó el selector en modo tres. Las piernas le dolían. Miles de agujas parecían clavarse en sus músculos.

Siguió pedaleando.

No volverían a reírse, a humillarle. Jamás volverían a insultarle. Conseguiría que le llamaran por su nombre. Él se llamaba Nicolás. De una puñetera vez todos lo sabrían.

Apretó los dientes. Tragó saliva. La garganta le ardía.

Aumentó el ritmo de su pedaleo.

Veintidós minutos. Once kilómetros. Ciento noventa pulsaciones.

Respiraba con dificultad. Estaba agotado, pero era insuficiente. Tenía que seguir. No podía dejarlo. No podía fracasar de nuevo.

Veinticinco minutos. Doce kilómetros doscientos metros. Doscientas pulsaciones.

Su pecho quería explotar.

Intentó pedalear más rápido. Le pareció imposible. Más rápido, maldita sea. Más rápido.

Notaba las venas hinchadas en el cuello y en la sien.

De sus labios comenzó a caer baba. Una baba que sabía a hiel. 

Aún no era bastante. Tenía que sudar más.

En poco tiempo dejaría de visitar las horribles tiendas de tallas grandes, “las tiendas para gordos”. En un mes, la gente no volvería la cabeza para mirarle. No haría chistes sobre su aspecto. Dejaría de ser gordo. Dejaría de ser un monstruo

Pedaleó más rápido, más fuerte. Más, mucho más.

Treinta minutos. Catorce kilómetros.Sus pulsaciones se dispararon.

Sintió un dolor inmenso cuando sus venas estallaron. Intentó pedalear. Quedó muerto sobre la bicicleta.

Al día siguiente en el tablón de anuncios de la universidad, en una escueta nota, se comunicaba a todos los alumnos el fallecimiento de José Jimenez Zapatero, estudiante de filosofía.

Nadie supo quien era.

Días después, en la cafetería y en tono jocoso, un alumno comentó que hacía algún tiempo que no veía al Gordi.

“Seguramente el animal se ha comido el horario”.

Todos rieron la ocurrencia.




martes, 18 de junio de 2013

Estadística

¡Mis blogs superan los 4.700 lectores!
I miei blog superano i 4.700 lettori!
My blogs exceed 4,700 readers!
Mes blogs dépassent 4.700 lecteurs!
Meus blogs exceder 4.700 leitores!
Meine Blogs überschreiten 4.700 Leserinnen und Leser!

Esta es la lista de los blogs:
http://carloemanueleruspoli.bogspot.com
http://hijadelprofeso.bogspot.com
http://retratosdeceruspoli.bogspot.com
http://fraygiangaleazzo.bogspot.com
http://elprofesoylamonja.bogspot.com
El primero es el general con casi todas las entradas.
El segundo contiene relatos, cuentos y leyendas.
El tercero contiene noticias de mis libros de historia y antropología, así como de refranes insólitos.
El cuarto contiene noticias de mis novelas históricas y de toda la saga de Fray Gian Galeazzo Ruspoli.
Y el último contiene artículos acerca de ópera lírica.

Questa è la lista dei blog:
http://carloemanueleruspoli.bogspot.com
http://hijadelprofeso.bogspot.com
http://retratosdeceruspoli.bogspot.com
http://fraygiangaleazzo.bogspot.com
http://elprofesoylamonja.bogspot.com
Il primo è il generale quasi tutti gli ingressi.
Il secondo contiene storie, racconti e leggende.
Il terzo contiene le notizie dei miei libri di storia e antropologia, così come modi di dire insoliti.
Il quarto contiene notizie dei miei romanzi storici e di tutta la saga di Fra' Gian Galeazzo Ruspoli.
E l'ultimo blog contiene articoli sull'opera in generale.

This is the list of blogs:
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http://retratosdeceruspoli.bogspot.com
http://fraygiangaleazzo.bogspot.com
http://elprofesoylamonja.bogspot.com
The first is the general almost all inputs.
The second contains stories, tales and legends.
The third contains news of my books of history and anthropology, as well as unusual sayings.
The forth contains news of my historical novels and the whole saga of Fra' Gian Galeazzo Ruspoli.
And the last contains articles about lyric opera.

C'est la liste des blogs:
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Le premier est le grand presque toutes les entrées.
Le deuxième contient des histoires, des contes et légendes.
Le troisième contient des nouvelles de mes livres d'histoire et d'anthropologie, ainsi que des dictons inhabituelles.
Le quatrième contient des nouvelles de mes romans historiques et toute la saga du frère Gian Galeazzo Ruspoli.
Et le dernier contient des articles sur l'opéra lyrique.

Esta é a lista de blogs:
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http://retratosdeceruspoli.bogspot.com
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O primeiro é o geral quase todas as entradas.
O segundo contém histórias, contos e lendas.
O terceiro contém notícias dos meus livros de história e antropologia, bem como ditos incomuns.
O cuarto contém notícias dos meus romances históricos e de toda a saga do irmão Gian Galeazzo Ruspoli.
E o último contée artigos sobre a ópera lírica.

Dies ist die Liste der Blogs:
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Die erste ist die allgemeine fast alle Eingänge.
Die zweite enthält Geschichten, Märchen und Legenden.
Der dritte enthält Neuigkeiten meiner Bücher der Geschichte und Anthropologie, sowie ungewöhnliche Redewendungen.
Der vierte enthält die Nachricht von meinem historische Romane und die ganze Geschichte von Bruder Gian Galeazzo Ruspoli.


Und der letzte enthält Artikel über lyrische Oper. 

martes, 11 de junio de 2013

Estadística

¡Mis blogs superan los 4.100 lectores!
I miei blog superano i 4.100 lettori!
My blogs exceed 4,100 readers!
Mes blogs dépassent 4.100 lecteurs!
Meus blogs exceder 4.100 leitores!
Meine Blogs überschreiten 4.100 Leserinnen und Leser!

Esta es la lista de los blogs:
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http://retratosdeceruspoli.bogspot.com
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El primero es el general con casi todas las entradas.
El segundo contiene relatos, cuentos y leyendas.
El tercero contiene noticias de mis libros de historia y antropología, así como de refranes insólitos.
El cuarto contiene noticias de mis novelas históricas y de toda la saga de Fray Gian Galeazzo Ruspoli.
Y el último contiene artículos acerca de ópera lírica.

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Il primo è il generale quasi tutti gli ingressi.
Il secondo contiene storie, racconti e leggende.
Il terzo contiene le notizie dei miei libri di storia e antropologia, così come modi di dire insoliti.
Il quarto contiene notizie dei miei romanzi storici e di tutta la saga di Fra' Gian Galeazzo Ruspoli.
E l'ultimo blog contiene articoli sull'opera in generale.

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Le troisième contient des nouvelles de mes livres d'histoire et d'anthropologie, ainsi que des dictons inhabituelles.
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O segundo contém histórias, contos e lendas.
O terceiro contém notícias dos meus livros de história e antropologia, bem como ditos incomuns.
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E o último contée artigos sobre a ópera lírica.

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sábado, 8 de junio de 2013

La voz del cementerio

El frío era tan intenso aquella tarde, que la sensación de helor que provocaba el gélido viento, acartonaba las extremidades de quien se expusiera a aquella ventisca helada. En el cementerio de Santa Elena apenas aguantaban a la intemperie catorce o quince personas, estoicamente, en pie, sólo sostenidos por su propio dolor mientras escuchaban con poca atención el piadoso sermón del padre Damián.

Era el día del entierro de Clara López. Sólo la familia y unos cuantos amigos habían acudido a darle el último adiós. En primera fila y junto al sacerdote, sollozaban Juan y Carlos, marido e hijo de la difunta. Abrazados y en silencio observando con impotencia cómo los dos operarios del cementerio introducían el ataúd color de haya en el nicho después que el presbítero hubo finalizado su oración, coreada de un apagado amén. Acto seguido, Juan depositó encima del féretro un triste ramo de rosas rojas y blancas envueltas en celofán, justo antes de que los albañiles sellasen el nicho bajo la atenta mirada de todos los presentes. Primero un murete de ladrillos y después una capa de yeso blanco para cerrar el hueco antes de encajar la lápida.

—Te acompaño en el sentimiento, Juan —le dijo Alberto con solemnidad mientras le abrazaba—. La vamos a echar mucho de menos. —Apostilló con tristeza.

—Muchas gracias —le respondió Juan con voz entrecortada mientras unas amargas lágrimas escapaban de sus ojos.

Durante unos minutos, Juan recibió las condolencias y pésames de algunas personas queridas. Cuando terminó de atenderles, camino de la desvencijada puerta del cementerio, el padre Damián se dirigió a él :

—¿Cómo te encuentras?— le preguntó amigablemente.

El joven viudo apenas fue capaz de asentir lastimeramente mientras su mirada, perdida y vacía, inundada de dolor, vagaba por el horizonte como alma en pena. El sacerdote respetó el sufrimiento silencioso de su sobrino y le acompañó con aflicción junto a su hijo y el resto de allegados hasta el aparcamiento exterior.

Alberto, el compañero de trabajo de Juan, caminaba con su esposa, Eva, unos metros por detrás.

—¿Todavía no se sabe nada? —susurró Eva a su marido.

—Te he dicho que no es el momento de hablar de estas cosas —respondió Alberto con gesto de enfado por la inoportunidad de la pregunta.— Además, no se conocen los resultados definitivos de la autopsia, hemos de esperar...

—¡Seguro que la mataron! —interrumpió Eva ante el desespero de su marido– ¡Dicen que la encontraron muerta en su coche...! Y además ¡la policía no encontró sangre! Eso no es normal...

El siniestro viento helado sopló con violencia obligando a los asistentes a apretar el paso, acallando los rumores de las habladurías y arremolinando las hojas caídas al son de un silbido inquietante.

Mientras, en otro lado del cementerio, dos operarios se afanaban por terminar pronto su trabajo.

—¡Este maldito tiempo! Tengo las manos congeladas. Acaba ya con la lápida que está anocheciendo, y ya sabes que no me gusta andar de noche por el cementerio —dijo Samuel, que rondaba los cuarenta años y lucía un rizado cabello entrecano.

—Me parece que no vamos a tener suficiente yeso —insinuó Saturnino a su compañero.

Los dos se miraron durante unos segundos y Saturnino comprendió que de nuevo le tocaba a él ir a buscar lo que faltaba a la vieja y destartalada caseta de los trastos.

—¡Maldita sea! Es la tercera vez que te quedas corto esta semana. ¡Siempre tengo que ir yo cuando falta algo! —protestó.

—Está bien, está bien, si quieres voy yo, pero no sé que irá a opinar tu mujer si se entera donde estuviste el martes por la noche... —espetó Samuel con una malévola sonrisa entre los labios.

No era la primera vez que chantajeaba a su compañero a costa de aquella noche en el prostíbulo del pueblo de al lado, pero en cierto modo se regodeaba de la forma en que podía manipularle, siempre con ese tono ironista que le distinguía.

—¡Eres un cerdo! —masculló el resignado Saturnino tras arrojar al suelo su espátula y enfilar a regañadientes el camino de la caseta mientras su colega le observaba con una sonrisa de complacencia: una vez más se había salido con la suya.

Samuel se frotó las manos para hacerlas entrar en calor. Nunca usaba guantes en el trabajo, ya que según él "perdía el tacto de las cosas". Miró hacia arriba por encima del pasillo de nichos donde se encontraba y observó la silueta fantasmal de la luna llena, recortada sobre un cielo negro y espeso, nublado, oscuro... Se apercibió que casi había anochecido, sólo la luz mortecina de unas pequeñas lámparas iluminaban aquel tétrico lugar. A él tampoco le gustaba permanecer en el cementerio de noche, quizás fueran los miedos inculcados desde niño; aquellas supersticiones sobre los fantasmas que deambulaban entre la bruma que tanto le habían aterrorizado. Él nunca había visto nada, pero tenía claro que no iba a quedarse allí dentro para comprobarlo.

—¡Demonios! ¡Qué frío hace! —habló en voz alta mientras se abrochaba el último botón de su anorak. Buscó nervioso en el bolsillo del pantalón su paquete de tabaco. Se llevó a la boca un cigarrillo y tras varios intentos, pudo encenderlo a pesar de las fuertes rachas de viento.

Fue tras dar la primera calada al cigarro cuando oyó algo. No sabía bien lo que era pero estaba seguro de haberlo escuchado. Giró sobre sí mismo, observó alrededor y no vio nada extraño. Las silenciosas hileras de nichos salpicados de ramilletes de flores mustias le observaban impasibles desde la penumbra. Sus ojos no alcanzaban a observar nada vivo, ni tan siquiera las ramas peladas y nudosas de los árboles secos que asomaban, amenazantes y grotescas por encima de los nichos.

Samuel se hallaba en la mitad del pasillo dieciséis, de unos treinta metros de largo acotado por dos hileras de nichos. El cementerio de Santa Ana era completamente rectangular, con sus calles perpendiculares unas a otras. El lugar donde ahora se encontraba estaba bastante alejado de la salida, por eso resultaba difícil que pudiera escucharse la voz de una persona desde el exterior, y como siempre él y su compañero eran los encargados de cerrar el cementerio, luego nadie más quedaba allí dentro salvo ellos "Y los muertos no hablan" Pensó.

Volvió a escuchar algo y se sobresaltó, sintió erizarse el vello de su cuerpo porque a pesar de estar solo, creía haber oído... un susurro. No podía identificar exactamente de dónde procedía, porque las repentinas rachas de viento se lo impedían.

—¡Muy gracioso Saturnino! —espetó en voz alta tratando de convencerse de que era su compañero quien le intentaba gastar una broma macabra —¡Te he descubierto! ¡Sal ya de donde estés y dame el maldito yeso que hace mucho frío!

El silbido del viento fue la única respuesta. Samuel protegió sus ojos de un remolino de aire y tierra que le cegó durante algunos segundos. De repente, cesó la ventisca, y el sepulcral silencio permitió a Samuel escuchar los acelerados latidos de su propio corazón. En aquel momento un nuevo susurro, esta vez más alto y nítido le hizo darse la vuelta. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando consideró la posibilidad de que el misterioso murmullo proviniese de aquella tumba recién sellada.

Permaneció durante unos instantes de pie, inmóvil frente al nicho, con los ojos muy abiertos. Unas gotas de sudor frío resbalaron por su frente. A pesar de que el pavor había hecho presa en él, algo le impedía salir corriendo. Quizás la vergüenza de encontrarse con Saturnino y sentirse ridículo huyendo de algo sin fundamento le hizo reaccionar con más templanza. ¿Realmente había oído aquello? ¿Provenía de allí? ¿Sería una broma de su colega? ¿O quizás habrían enterrado a una persona viva...? Sin pensarlo dos veces recogió el martillo del suelo y se acercó a la tapa del nicho. Su corazón palpitaba de forma salvaje cuando aproximó su rostro temeroso al sepulcro: nada se oía. Se acercó aún más al nicho y aplicó su oído izquierdo a la losa de mármol.

—Abre la lápida— susurró con suavidad una voz de mujer...

Saturnino se esforzaba por colocar una bombilla en el techo de la vieja caseta. Había tardado un buen rato para encontrarla en medio del desorden de aquella hedionda leonera sumido en la oscuridad más completa, con la única ayuda de la luz de su mechero.

"Me voy a tomar mi tiempo para arreglar esto" pensó Saturnino con desdén.

Imaginaba a Samuel tiritando de frío en el exterior, mientras él recuperaba su resuello dentro de aquel maloliente chambado. "Se lo tiene bien merecido el cabrón" .

Según transcurrían los minutos, el achaparrado albañil fue consciente de que debía volver lo más rápido posible con el yeso, ya que, sumido en sus pensamientos vengativos, había olvidado que la noche caía sobre el cementerio con toda su negrura.

A pesar de los incidentes ocasionados por el peculiar carácter de Samuel, Saturnino había desarrollado una importante dependencia hacia él. Juntos visitaron lugares que jamás hubiese soñado, alternando con las mejores prostitutas de la comarca, y además, cuando iba mal de dinero, incluso le prestaba algo, eso sí, con intereses. No había nada que hiciera por él de forma filantrópica, porque al fin y al cabo le utilizaba y explotaba aprovechándose de su poca inteligencia.

Cuando pudo encender la luz, encontró un saco de yeso medio lleno que había tirado en una esquina justo al lado de una sucia manguera. Al abrir la puerta, se sorprendió de que el viento hubiese cesado, aunque todavía hacía frío. Caminó con paso vivo hacia el pasillo número dieciséis, y mientras, pensaba con cierto regodeo en el tiempo que había hecho esperar a su colega.

"Espero que no se enfade mucho" Saturnino, conocía desde tiempo el carácter de su compañero y sabía de su mal talante, pero había disfrutado su "pequeña venganza particular" y se sentía satisfecho.

Cuando encaró el pasillo en cuestión observó a su compañero sentado en el suelo.

—Lo siento. No encontraba el dichoso yeso. Lo tenemos todo tan desordenado que cualquiera...

Interrumpió sus disculpas bruscamente al apercibirse de que algo no iba bien: Paco estaba sentado en el suelo, inerte, como un muñeco de trapo colocado encima de la cama de un niño. Su cabeza caída hacia delante le impedía divisar su rostro y aún sostenía en la mano derecha uno de los martillos. Arrojó el saco y se aproximó a la carrera.

En el suelo se esparcían los fragmentos de lo que antes habían sido la lápida del nicho y los ladrillos del murete que sellaba el compartimento. Además, el ataúd estaba fuera y se encontraba apoyado entre la pared y el suelo, aparentemente cerrado. ¿Por qué su compañero rompió la lápida de aquella forma y había sacado el ataúd?

Se aproximó a Samuel y al levantarle la cabeza observó la expresión de horror dibujada en su rostro con los ojos abiertos como platos y gran cantidad de sangre manando de una herida en su cuello.

—¡Dios Santo!— exclamó presa del miedo.

Se incorporó con rapidez para pedir ayuda, pero al volverse vio una imagen espectral que se recortaba contra las luces del pasillo. Una mujer, de pelo blanco, joven y bella. Vestía una túnica también blanca y caminaba hacia él descalza. Sus grandes ojos negros le observaban con avidez, desprendiendo un siniestro brillo que a Saturnino le pareció tranquilizador, por eso ni tan siquiera se preguntó quién era aquella joven. Tampoco le extrañó la ligereza de sus ropas en un clima tan gélido. El asesinato de su compañero también había pasado a un segundo plano. Embriagado de un placer indescriptible, creyó estar flotando en un mar de éxtasis para sus sentidos. El rostro de aquella mujer le recordaba a la vez el de todas aquellas con las que había experimentado sus mejores momentos de placer individual en compañía de las revistas que escondía debajo del colchón de su cama. Él la veía levitar sin que apenas sus pies tocasen el suelo, pero no era consciente de que se acercaba lentamente sin apenas mudar el gesto.

Saturnino, fascinado por el rostro angelical que le sonreía mostrando unos labios rojos y exhuberantes no apreciaba como realmente, de aquella boca sobresalían dos colmillos excesivamente puntiagudos y amarillos. De su horrenda boca rezumaba la sangre de su compañero mientras abría sus fauces con una expresión demoníaca en su rostro. Lo último que pudo percibir en su vida fueron las manos heladas de aquel ser en la cara y el intenso dolor de una mordedura en su cuello.



 


La pesadilla de la soledad

La pazguatería fabulosa y preternatural que absorbí con fruición durante los últimos años de mi infancia y los primeros de mi adolescencia, tanto por vía libresca como por incidencia directa de los rayos catódicos sobre mis pupilas, y me niego a citar títulos que sin duda estarán en la mente de todos, dejó algunos estigmas de naturaleza fóbica en mi talante impresionable y asustadizo.



Escribo estas notas con la esperanza de que sirvan para algo más que para dar solaz a aquellos que disfrutan con el horror ajeno. Me gustaría que este relato fuera tomado como un sincero mensaje de advertencia, que haciendo un ejercicio de concreción sería algo así: tened cuidado con lo que teméis pues puede hacerse realidad.

Dadas estas consignas, aventurémonos ya en los horripilantes detalles de este relato que trato de narrarles mientras aún me quede un soplo de aliento y no se agote la batería de mi ordenador portátil, a través de cuyo teclado voy escribiendo el mismo:

Un terror que me ha acompañado siempre y que si bien lograba vencerlo por temporadas, en otras renacía con vigoroso encono en el afán de turbarme, es el del ascensor que en lugar de detenerse en la planta baja, tal y como yo lo solicitase en el momento de manifestarse la pesadilla, continuase descendiendo por tiempo indefinido, llevándome hasta los abismos de la locura.

Me llevaba esta neurosis en su momento álgido a contar los pisos por los que iba descendiendo en el armatoste de hierro, y cuando llegaba al cero, un instante antes de la detención, se me agarrotaban todos los músculos del cuerpo y se me crispaba la expresión facial de manera admirable, pues en este estúpido gesto parecían sintonizarse los músculos, nervios y tendones de mi cuerpo con los engranajes de la maquinaria, y de alguna manera, no sé cual iba a ser, querían contribuir al frenado de la cabina metálica. ¡Con qué alivio salía de allí!, ¡qué fresca me parecía la brisa de la mañana!, ¡cómo disfrutaba del rugido del tráfico!

Con frecuencia olvidaba la existencia en el inmueble de dos plantas subterráneas que tenían las funciones de parking y a las que se accedía a través de una llave especial, de la cual carezco. Digo esto para que puedan imaginarse mi rostro desencajado y el erizamiento de mis cabellos cuando el ascensor seguía descendiendo más allá de la planta baja, pues algún vecino se me anticipaba desde los subsuelos en la llamada del artilugio elevador. ¡Qué alivio cuando entraba la del quinto cuarta con la bolsa del supermercado, envuelta en una aureola de perfume!, ¡qué bella era su sonrisa, otrora brujienta y hostil!

Pero un día, quizás haya ocurrido tan solo hace unos minutos, no sé, el tiempo es una dimensión con la cual tengo la impresión de haber roto cualquier tipo de relación, un día, digo, al entrar en la cabina vi, insertada en el cuadro de mandos, una llave de color plata, como lo son la mayoría, una llave, por tanto, normal y corriente.

Como estaba atravesando por una etapa de aletargamiento de mis aprensiones, en concreto la del ascensor infernal, descensor sería más apropiado, giré la dicha llave por ver de descender hasta la planta del parking que se correspondía con la clavija en la que estaba insertada, a ver si estaba a tiempo de encontrar al propietario de la misma y devolvérsela, y también con objetivo de superar de una vez por todas mis ridículos miedos.

Pues resultó que llegada la cabina a la primera planta subterránea no se detuvo, ni tampoco en la segunda, por más que se crisparon mis músculos faciales y por más que aporreé con todo mi ser los portalones metálicos, a través de cuyos ventanucos ovalados continuaba manando con intermitencia la luz de los rellanos, ¿de qué rellanos?, ¿qué luz era aquella?, por más que gritara, que pulsara el timbre de detención, que hiciera nada, aquello seguía bajando, ¿adónde?

Víctima de un paroxismo de histeria y estupor caí en desmayo, y, comoquiera que fuese, al recobrar el entendimiento comprobé que el habitáculo de hierro seguía hundiéndose en las entrañas de la tierra, pues así lo delataba una suave sensación de caída y un leve temblequear del vehículo de marras, ya que, por otra parte, había cesado de anunciarse el intermitente fulgor de los rellanos y ahora, a través de los exiguos ventanucos se podía vislumbrar la más absoluta oscuridad, en la medida de que ello fuera posible.

Como ustedes comprenderán, volví de inmediato al histerismo más desesperado, y se fueron sucediendo etapas de desmayo y de crisis nerviosa alternativamente, hasta que, intuyo que pasado mucho tiempo, no sé si por agotamiento, o por colapso del sistema nervioso, o por algún oculto mecanismo de defensa de la mente humana, recobré mi presencia de ánimo habitual y traté de hallar una respuesta lógica, lo cual me fue del todo imposible. Dado esto, y ante la perspectiva de lo absurdo de mi situación, comencé a reírme como jamás lo había hecho en la vida, tanto que llegué a notar como crujían las ternillas, fenómeno que se conoce por desternillarse; pero, al punto noté una nueva vicisitud: me resultaba imposible escuchar mis carcajadas, ni oír las palmas que daba contra las láminas férreas de la cabina, en definitiva, era incapaz de registrar sonido alguno, lo cual no hizo sino acrecentar mi ataque de hilaridad, sobre todo al observarme en el espejo de la pared, que devolvía mi figura de cintura para arriba, agitándose compulsiva y silenciosamente, como en una pantomima de la mejor escena cómica de Buster Keaton, ¡casi vomito de la risa!

Una vez superado este acceso irrisorio, supongo que entregada ya la razón al desquicio, y el ánimo a la desidia que provoca el caos absoluto, pasada la risa, digo, extraje del maletín que me acompaña al trabajo siempre, un diario y unos sandwiches de atún envueltos en papel de aluminio, y me entregué al devoro de aquello, unas cosas con la vista, claro, y otras con la boca; aunque no crean que siguiendo en todo el momento el criterio habitual de un individuo cuerdo, pues lo mismo daba una dentellada a la sección internacional que trataba de leer en el envés de la rebanada.

No he indicado aún que mi reloj se había detenido, y pasaba el día y la noche, o lo que yo creía que eran días y noches, pues no hay nada que no perturbe más que la desorientación horaria, calculando el tiempo que podía haber pasado desde que me metí en el maldito ascensor, y así me figuraba yo que era de mañana, de tarde o de noche.

Procuraba dormir todo el tiempo posible, aovillado en un rincón, el opuesto al que había reservado para mis excrecencias, ya que durante el sueño me evadía la pesadilla, sin embargo al despertar me daba de bruces de nuevo con el horror de mi situación y comenzaba otra vez todo el ciclo histérico-hipoglucémico.

Me miraba en el espejo y lo que veía me producía más terror aún, pues si bien el reflejo era perfectamente fiel a mi imagen, había algo en él que resultaba diabólico, sin saber con certeza qué cosa era, tal vez un brillo malicioso en la mirada, un rictus en los extremos de la boca con cierto empaque satánico, no sé..., así que por fin decidí destruir el maldito espejo, que ya me resultaba insoportable. Lo golpeé con los puños hasta sangrar, después destrocé el maletín contra él, incluso la emprendí a cabezazos; pero la superficie lisa que devolvía una imagen satánica de mí mismo continuaba imperturbable, por lo que en un acceso de locura fui a golpear con todas mis fuerzas con mi maletín contra el fluorescente, consiguiendo así quedarme totalmente a oscuras.

Supongo que aún me cabía la esperanza, de encontrarme en un sueño, y de que en cualquier momento despertaría, bañado por el sudor frío que provocan las pesadillas, en mitad de mi dulce y apacible colchón. Por ello saqué el ordenador portátil, también del maletín, cuya luz me ha acompañado hasta ahora, y me dedicaba a ratos a hacer números con la calculadora: que sí la velocidad media de un ascensor fuere de un metro por segundo, que sí entonces recorrería ochenta y cuatro kilómetros al día, que sí dados estos parámetros tardaría unos setenta días en llegar al centro de la tierra... ¿y cómo iba a saber yo adónde me dirigía, si es que estaba viajando a algún lugar?, ¿había quedado atrapado quizás en una burbuja espacio-temporal donde un fragmento de tiempo se repetía infinitamente?, ¿habría cruzado definitivamente el umbral de la majadería y todo aquello no era más que fruto del delirio?

No sé, ya nada más puedo decir de mí, solo que la batería de mi ordenador está agonizando, que pronto quedaré sumido en la más profunda desolación, en la más angustiosa soledad. Así que aprovecho las últimas gotas de energía para terminar este texto, haciendo hincapié de nuevo en que mi objetivo es, caso de que pueda llegar alguna vez a manos de alguien, pedir a viva voz a cualquier persona que pueda llegar a leerme que: TENED CUIDADO CON LO QUE TEMÉIS, PUES PUEDE HACERSE REALIDAD.