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sábado, 8 de junio de 2013

La pesadilla de la soledad

La pazguatería fabulosa y preternatural que absorbí con fruición durante los últimos años de mi infancia y los primeros de mi adolescencia, tanto por vía libresca como por incidencia directa de los rayos catódicos sobre mis pupilas, y me niego a citar títulos que sin duda estarán en la mente de todos, dejó algunos estigmas de naturaleza fóbica en mi talante impresionable y asustadizo.



Escribo estas notas con la esperanza de que sirvan para algo más que para dar solaz a aquellos que disfrutan con el horror ajeno. Me gustaría que este relato fuera tomado como un sincero mensaje de advertencia, que haciendo un ejercicio de concreción sería algo así: tened cuidado con lo que teméis pues puede hacerse realidad.

Dadas estas consignas, aventurémonos ya en los horripilantes detalles de este relato que trato de narrarles mientras aún me quede un soplo de aliento y no se agote la batería de mi ordenador portátil, a través de cuyo teclado voy escribiendo el mismo:

Un terror que me ha acompañado siempre y que si bien lograba vencerlo por temporadas, en otras renacía con vigoroso encono en el afán de turbarme, es el del ascensor que en lugar de detenerse en la planta baja, tal y como yo lo solicitase en el momento de manifestarse la pesadilla, continuase descendiendo por tiempo indefinido, llevándome hasta los abismos de la locura.

Me llevaba esta neurosis en su momento álgido a contar los pisos por los que iba descendiendo en el armatoste de hierro, y cuando llegaba al cero, un instante antes de la detención, se me agarrotaban todos los músculos del cuerpo y se me crispaba la expresión facial de manera admirable, pues en este estúpido gesto parecían sintonizarse los músculos, nervios y tendones de mi cuerpo con los engranajes de la maquinaria, y de alguna manera, no sé cual iba a ser, querían contribuir al frenado de la cabina metálica. ¡Con qué alivio salía de allí!, ¡qué fresca me parecía la brisa de la mañana!, ¡cómo disfrutaba del rugido del tráfico!

Con frecuencia olvidaba la existencia en el inmueble de dos plantas subterráneas que tenían las funciones de parking y a las que se accedía a través de una llave especial, de la cual carezco. Digo esto para que puedan imaginarse mi rostro desencajado y el erizamiento de mis cabellos cuando el ascensor seguía descendiendo más allá de la planta baja, pues algún vecino se me anticipaba desde los subsuelos en la llamada del artilugio elevador. ¡Qué alivio cuando entraba la del quinto cuarta con la bolsa del supermercado, envuelta en una aureola de perfume!, ¡qué bella era su sonrisa, otrora brujienta y hostil!

Pero un día, quizás haya ocurrido tan solo hace unos minutos, no sé, el tiempo es una dimensión con la cual tengo la impresión de haber roto cualquier tipo de relación, un día, digo, al entrar en la cabina vi, insertada en el cuadro de mandos, una llave de color plata, como lo son la mayoría, una llave, por tanto, normal y corriente.

Como estaba atravesando por una etapa de aletargamiento de mis aprensiones, en concreto la del ascensor infernal, descensor sería más apropiado, giré la dicha llave por ver de descender hasta la planta del parking que se correspondía con la clavija en la que estaba insertada, a ver si estaba a tiempo de encontrar al propietario de la misma y devolvérsela, y también con objetivo de superar de una vez por todas mis ridículos miedos.

Pues resultó que llegada la cabina a la primera planta subterránea no se detuvo, ni tampoco en la segunda, por más que se crisparon mis músculos faciales y por más que aporreé con todo mi ser los portalones metálicos, a través de cuyos ventanucos ovalados continuaba manando con intermitencia la luz de los rellanos, ¿de qué rellanos?, ¿qué luz era aquella?, por más que gritara, que pulsara el timbre de detención, que hiciera nada, aquello seguía bajando, ¿adónde?

Víctima de un paroxismo de histeria y estupor caí en desmayo, y, comoquiera que fuese, al recobrar el entendimiento comprobé que el habitáculo de hierro seguía hundiéndose en las entrañas de la tierra, pues así lo delataba una suave sensación de caída y un leve temblequear del vehículo de marras, ya que, por otra parte, había cesado de anunciarse el intermitente fulgor de los rellanos y ahora, a través de los exiguos ventanucos se podía vislumbrar la más absoluta oscuridad, en la medida de que ello fuera posible.

Como ustedes comprenderán, volví de inmediato al histerismo más desesperado, y se fueron sucediendo etapas de desmayo y de crisis nerviosa alternativamente, hasta que, intuyo que pasado mucho tiempo, no sé si por agotamiento, o por colapso del sistema nervioso, o por algún oculto mecanismo de defensa de la mente humana, recobré mi presencia de ánimo habitual y traté de hallar una respuesta lógica, lo cual me fue del todo imposible. Dado esto, y ante la perspectiva de lo absurdo de mi situación, comencé a reírme como jamás lo había hecho en la vida, tanto que llegué a notar como crujían las ternillas, fenómeno que se conoce por desternillarse; pero, al punto noté una nueva vicisitud: me resultaba imposible escuchar mis carcajadas, ni oír las palmas que daba contra las láminas férreas de la cabina, en definitiva, era incapaz de registrar sonido alguno, lo cual no hizo sino acrecentar mi ataque de hilaridad, sobre todo al observarme en el espejo de la pared, que devolvía mi figura de cintura para arriba, agitándose compulsiva y silenciosamente, como en una pantomima de la mejor escena cómica de Buster Keaton, ¡casi vomito de la risa!

Una vez superado este acceso irrisorio, supongo que entregada ya la razón al desquicio, y el ánimo a la desidia que provoca el caos absoluto, pasada la risa, digo, extraje del maletín que me acompaña al trabajo siempre, un diario y unos sandwiches de atún envueltos en papel de aluminio, y me entregué al devoro de aquello, unas cosas con la vista, claro, y otras con la boca; aunque no crean que siguiendo en todo el momento el criterio habitual de un individuo cuerdo, pues lo mismo daba una dentellada a la sección internacional que trataba de leer en el envés de la rebanada.

No he indicado aún que mi reloj se había detenido, y pasaba el día y la noche, o lo que yo creía que eran días y noches, pues no hay nada que no perturbe más que la desorientación horaria, calculando el tiempo que podía haber pasado desde que me metí en el maldito ascensor, y así me figuraba yo que era de mañana, de tarde o de noche.

Procuraba dormir todo el tiempo posible, aovillado en un rincón, el opuesto al que había reservado para mis excrecencias, ya que durante el sueño me evadía la pesadilla, sin embargo al despertar me daba de bruces de nuevo con el horror de mi situación y comenzaba otra vez todo el ciclo histérico-hipoglucémico.

Me miraba en el espejo y lo que veía me producía más terror aún, pues si bien el reflejo era perfectamente fiel a mi imagen, había algo en él que resultaba diabólico, sin saber con certeza qué cosa era, tal vez un brillo malicioso en la mirada, un rictus en los extremos de la boca con cierto empaque satánico, no sé..., así que por fin decidí destruir el maldito espejo, que ya me resultaba insoportable. Lo golpeé con los puños hasta sangrar, después destrocé el maletín contra él, incluso la emprendí a cabezazos; pero la superficie lisa que devolvía una imagen satánica de mí mismo continuaba imperturbable, por lo que en un acceso de locura fui a golpear con todas mis fuerzas con mi maletín contra el fluorescente, consiguiendo así quedarme totalmente a oscuras.

Supongo que aún me cabía la esperanza, de encontrarme en un sueño, y de que en cualquier momento despertaría, bañado por el sudor frío que provocan las pesadillas, en mitad de mi dulce y apacible colchón. Por ello saqué el ordenador portátil, también del maletín, cuya luz me ha acompañado hasta ahora, y me dedicaba a ratos a hacer números con la calculadora: que sí la velocidad media de un ascensor fuere de un metro por segundo, que sí entonces recorrería ochenta y cuatro kilómetros al día, que sí dados estos parámetros tardaría unos setenta días en llegar al centro de la tierra... ¿y cómo iba a saber yo adónde me dirigía, si es que estaba viajando a algún lugar?, ¿había quedado atrapado quizás en una burbuja espacio-temporal donde un fragmento de tiempo se repetía infinitamente?, ¿habría cruzado definitivamente el umbral de la majadería y todo aquello no era más que fruto del delirio?

No sé, ya nada más puedo decir de mí, solo que la batería de mi ordenador está agonizando, que pronto quedaré sumido en la más profunda desolación, en la más angustiosa soledad. Así que aprovecho las últimas gotas de energía para terminar este texto, haciendo hincapié de nuevo en que mi objetivo es, caso de que pueda llegar alguna vez a manos de alguien, pedir a viva voz a cualquier persona que pueda llegar a leerme que: TENED CUIDADO CON LO QUE TEMÉIS, PUES PUEDE HACERSE REALIDAD.

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