Translate

viernes, 28 de junio de 2013

La casa de las dos vidas, de Conchita Manglano Thovar

BIOGRAFÍA de la autora


Me llamo Conchita Manglano Thovar. Nací en Madrid en 1980. Tengo dos hermanas mayores que yo y dos sobrinas a las que adoro. Hasta los 18 años, estudié en el colegio de Las Teresianas. Al acabar me decidí por la rama sanitaria. Soy Titulada Superior en Documentación Sanitaria y Diplomada Universitaria en Enfermería por la universidad San Pablo Ceu de Madrid. Esta profesión me ha dado y me sigue dando muchas satisfacciones personales y profesionales. Actualmente trabajo como enfermera, ocupando todo mi tiempo libre en lo que podría definir como mi verdadera vocación: imaginar.
Mi relación con la lectura viene desde bien pequeña, cuando veía a mi padre leyendo o escribiendo algún artículo para revistas de Arqueología, mientras mi madre cuidaba de nosotras. He tenido la suerte de vivir en una casa en la que los libros se agolpaban en las estanterías. Por mi profesión he conseguido sacar más de una sonrisa en las plantas de hospital, contando alguna historia improvisada. Pero nunca, hasta ahora, me he atrevido a contarlo sobre un papel. Y es aquí cuando surge “La casa de las dos vidas”.
No estoy directamente vinculada al mundo literario, sin embargo mi vida sí. He construido mi novela con la suma de mi imaginación, mis experiencias reales, mis sueños… pero también con algo de cada libro que ha pasado por mis manos.



 SINOPSIS de: La casa de las dos vidas
      
Después de perderlo todo a pocas semanas de su boda, Clara se ve obligada a dejar Madrid buscando una nueva vida, un nuevo camino. Necesita reconstruirse como persona, deshacerse de todo el daño que le han hecho.
El destino la lleva hasta Alexmont, un pequeño pueblo de Canadá donde tendrá que comenzar desde cero. Nuevos amigos, nuevo trabajo, nueva casa: “La casa Turquesa”. Hay algo en ella que la rinde misteriosa a los ojos de sus vecinos, excepto a los ojos de Clara que siente una relación especial, casi mágica, con sus habitaciones, sus paredes, su jardín…
Aprenderá el verdadero significado de amabilidad, protección, amistad, familia, amor… Descubrirá que cuenta con una compañía peculiar y que Alexmont esconde un secreto en el que se verá involucrada. Comprobará que la aparente tranquilidad del pueblo no es real.
¿Es ella la que elige su nueva vida? ¿O es La Casa Turquesa la que la elige a ella?

Las diez primeras páginas del libro:

 Juró que nunca abandonaría aquel lugar. No sin que se supiera la verdad. No, sin que las personas que le habían causado tanto daño, pagasen por sus actos. Era venganza lo que necesitaba su alma y no pararía hasta conseguirla.
 Vagaba sin rumbo por las paredes de aquella casa. Recorría todos los días cada rincón de su antiguo hogar, recordando los momentos vividos. Sonreía al pasar por su habitación, todavía podía verla jugando con aquella muñeca que tanto le gustaba, y hoy descansaba inerte y descolorida en un rincón del desván. Junto a ella, muchos de los recuerdos de una vida pasada, plenamente feliz. Truncada hasta el extremo por la avaricia de otros.
Las cortinas raídas del salón ondeaban a su paso, fantasmales. Las escaleras de madera carcomida chirriaban al mínimo contacto con él. Las antiguas fotos colocadas en los muebles deteriorados, por el paso del tiempo y la dejadez, le miraban con dulzura y compasión. Con la dulzura con la que se mira a un ser querido y con la compasión que se siente ante un alma que no puede descansar.
Su llanto se confundía con el viento que se colaba por las ventanas despojadas de sus cristales. Un llanto amargo, impotente, un alarido de dolor que sonaba en cualquier rincón de la casa e impregnaba cada silencio.
Cada día recordaba la alegría y la plenitud de su antigua existencia, no tan lejana, pero también la desgracia que le desgarraba por dentro. Y dejaba la tranquilidad y la satisfacción para aquellos que ya lo habían dejado todo hecho; y cuya única misión era el descanso eterno.



                                                           
1
La gente avanzaba por los pasillos arrastrando sus pesadas maletas. Algunos corrían, nerviosos por llegar tarde; otros paseaban, con la tranquilidad de saber que les sobraba el tiempo. Hablaban entre ellos, leían libros, ojeaban revistas esperando su momento. Las pantallas anunciaban las salidas programadas para los próximos minutos. Un hervidero de gente, se congregaba frente a ellas, para confirmar que sus vuelos ya tenían puerta de embarque adjudicada.
            Eran las ocho de la mañana de un martes del mes de septiembre. El aeropuerto, a pesar de ser una hora tan temprana, llenaba sus terminales de viajeros nerviosos por coger sus respectivos vuelos; además del personal que entraba en el primer turno del día.
            El cielo se encontraba totalmente despejado y se adivinaba un día caluroso, al contrario que el día anterior. El verano intentaba alargarse más de lo habitual. Y con él, las vacaciones de muchos trabajadores, que aprovechaban las ofertas de último minuto para irse a algún lugar lejano a descansar y desconectar de la rutina.
            Clara se encontraba de pie frente a una de las pantallas. Impávida, pétrea, helada. En su rostro se reflejaba el dolor sufrido un día antes. Incluso ahora por sus mejillas se escapaban algunas lágrimas descontroladas. Ya no sentía odio, ni tristeza, ni rabia. Ya no se compadecía de sí misma. Es extraño cómo la mente ayuda a reconstruir todo lo que en unos segundos se ha desmoronado. Cómo es capaz de rehacer un sentimiento de esperanza desde los escombros. Su corazón que ayer latía por pura fisiología, hoy late por una pequeña ilusión nueva en su camino. El cual la persona que más quería se empeñó en destruir.
            Un niño a su lado, aferrado a la mano de su madre, miraba con curiosidad.
            -Mami –tiraba de su brazo sin dejar de mirar-, esa chica está llorando.
            La madre se agachó a una altura prudencial para que su hijo la pudiera escuchar bien. Con la cara algo más colorada de lo normal, por la vergüenza, le susurró:
            -Cariño, no hay que mirar a las personas. Es de muy mala educación.
            -Pero está triste –dijo con vocecita compungida- ¿Le habrá pasado lo mismo que a mí?
            -Seguro cielo. –Intentó zanjar el tema discretamente pero Clara miraba.
            -Es muy duro salir de viaje y dejarte el osito en casa, no se viaja igual. –El pequeño movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba para sí.
            Clara se quedó mirando al niño que en ese momento se cruzó con sus ojos y sonrió. Una sonrisa de comprensión que nadie le había sabido dar. Despertó de su trance y buscó su vuelo en la pantalla: París, Roma, Londres, Frankfurt. Siguió la fila que marcaba su destino para comprobar el número y la hora: Frankfurt, Vuelo 6901, compañía Spanair, salida a las 9:05, llegada prevista a las 11:45; puerta de embarque B35. Después de leer todos los datos, echó un vistazo a su billete. Lo llevaba sujeto en la mano derecha con fuerza. Con la fuerza con la que se agarra uno a algo, cuando ese algo es lo único que te queda para salir adelante. Confirmó que los datos coincidían con los de la pantalla. Guardó cuidadosamente el billete en el bolso y avanzó despacio hacia el control policial.
            No tuvo que esperar mucha cola. Le pidieron que se despojara de las pocas cosas que permitían subir al avión. Tan solo llevaba su bolso. Había facturado la maleta minutos antes en el mostrador. Una maleta en la que había cabido, sin problemas, todo lo que deseaba conservar de su pasado. Y sonrió al recordar que todavía sobraba espacio en ella.
            Una vez pasada la barrera recogió sus cosas de la bandeja metálica en la que las había depositado y buscó su puerta de embarque. A poca distancia de donde se encontraba se topó con ella. Esa puerta era el camino hacia su nueva vida. Una vida que desconocía pero que ansiaba como nunca había deseado nada. No con alegría, más bien con resignación y necesidad.
            Se sentó en uno de los sillones de la sala de espera, común a cuatro puertas de embarque. Miró a su alrededor. La gente esperaba impaciente a que abriesen las puertas. Familias enteras con sus hijos, ilusionados; gente, que como ella, por negocios o por placer, viajaban solos. Distaba mucho de la razón por la que ella debía hacerlo. Parejas que miraban sus guías turísticas mientras se hacían gestos de complicidad. Esto le recordó a un tiempo pasado, en el que ella también había volado en más de una ocasión acompañada. Se quedó pensando, con la mirada perdida en la ventana que daba a la pista, evocando aquel tiempo no muy lejano.

2
Un día antes.
            Los ordenadores de la oficina trabajaban sin descanso en la cuarta planta de un edificio situado en la plaza de Colón. Los empleados corrían de una mesa a otra consultando y comentando detalles de última hora con los compañeros. Había mucho movimiento. La pequeña empresa de arquitectos que había surgido de la nada, ahora ocupaba una posición privilegiada entre las más influyentes de Madrid. Creada por dos socios muy jóvenes pero muy experimentados; su profesionalidad había corrido de boca en boca por los círculos más importantes de la capital. Esto les había dado la popularidad de la que ahora presumían.
            Martín era uno de los socios fundadores de la empresa. Un chico de 34 años, casado y con un hijo. A su lado, Pedro, el otro cincuenta por ciento. Atractivo hasta el infinito, elegante y educado. Con 30 años había logrado su sueño. Ambos, muy ambiciosos, habían conseguido posicionar su empresa entre las mejor consideradas. Todo a base de trabajo y esfuerzo que aún hoy, seguían empleando como estrategia de éxito. Ninguno de los dos había cambiado su forma de ver la vida. Habían aumentado el dinero de su cuenta corriente en varios ceros a la derecha; y habían pasado de un pisito de cuarenta metros cuadrados, en el que apenas cabía un sofá, a una casa en una de las mejores urbanizaciones de Madrid. Se enorgullecían de ser los mismos chicos que comenzaron con un par de folios en blanco y unos lápices.
            Clara trabajaba para ellos desde hace tres años cuando acabó la carrera de Bellas Artes. Los mismos tres años que llevaba saliendo con Pedro. Cuando entró en la empresa surgió el amor a primera vista. Desde entonces no se habían separado. Trabajaban juntos, comían juntos, tomaban el café de media mañana juntos. Algunos pensaban que eran demasiado empalagosos. A ellos les faltaba tiempo durante el día para dedicarse el uno al otro. Ella era una “belleza española”, como le solía llamar Martín. De estatura media, esbelta pero con una figura bien formada; un cabello negro, abundante y ondulado; unos ojos negros almendrados y una mirada intensa.
            Junto a ella, su mejor amiga de la facultad, María. Entraron las dos juntas y allí seguían, se sentían como hermanas. El lugar de trabajo lo habían convertido en un sitio agradable y cómodo. María era la antítesis de Clara: más bien baja, rellenita y de pelo castaño. Sin ningún rasgo a destacar.
Clara era hija única. Sus padres murieron cuando ella era tan solo una niña, en un accidente de coche en Asturias. De ella se hizo cargo la hermana de su padre que murió cuando ella todavía cursaba sus estudios. Se crió en Galicia, hasta que tuvo la edad suficiente para irse a Madrid a estudiar la carrera; y allí se quedó a trabajar. Ahora había hecho de Madrid, su ciudad.
            María era la única persona que sabía todo sobre Clara: inquietudes, alegrías, preocupaciones… absolutamente todo. La confianza de la una en la otra era plena. Incluso Pedro desconocía algunos aspectos de la vida de su novia que María sí conocía.
            Faltaban dos meses para su boda. Clara había estado algo nerviosa por los preparativos y por lo que conllevaba el evento. Había ahorrado durante toda su vida laboral (aunque no fuese mucha) para ese momento; y junto con lo que había heredado de sus padres, le había quedado una gran cantidad para invertirla en la boda. Pedro y ella discutían mucho sobre este tema. Él no entendía por qué debía gastar todos sus ahorros, cuando él podía la pagar holgadamente y quería hacerlo. Pero ella se mostraba tajante.
            Aquel día llovía sin parar. Erra la típica tormenta de verano. Las gotas de agua golpeaban los cristales con una fuerza feroz. Clara se hacía oir:
            -No sé si las invitaciones hacerlas en oro o plata ¿tú que opinas? –desplazó la mirada de la pantalla del ordenador a su amiga.
Ésta miraba a lo lejos, sumida en un mundo muy lejano al que le hablaba Clara.
-¡María! –Llamó su atención-. ¿Qué te pasa? llevas unos días rarísima.
-Perdona, estaba pensando en otra cosa. ¿Qué has dicho?
-Las invitaciones –utilizó un tono de resignación algo más exagerado de lo normal para que María se diese cuenta de que su despiste no le había gustado- ¿en oro o plata?
-Plata está bien –mordisqueaba su lápiz nerviosa.
-¿Por qué? –quiso saber Clara.
-¿Y por qué no? –fue la única contestación que obtuvo.
Clara retornó a la pantalla de su ordenador extrañada. Algo le pasaba a María que no le quería decir. Conocía bien a su amiga y sabía que era mejor no insistir. Ya se lo contaría cuando fuera preciso.
-Voy al baño –María se levantó.
La siguió con la mirada y justo cuando pasaba por delante del despacho de Pedro, éste salió y saludó a Clara con un gesto de la mano. Pedro tenía mala cara, llevaba varios meses trabajando a destajo en un nuevo proyecto muy importante, según le explicó él. Últimamente no tenía tiempo ni de mirar los preparativos de la boda. Pero eso a Clara no le importaba, sabía lo mucho que le había costado llegar hasta donde él estaba y no pensaba echar en cara que trabajase mucho o que no ayudase a elegir el color de la mantelería. No sería justo.
Continuó trabajando. Pasado un buen rato, como María no aparecía, miró hacia los servicios. Reparó en que había alguien con Pedro. Era ella. Siempre le consultaba cualquier cosa de trabajo, quería que todo estuviera correcto y al gusto de “los jefes”. Era perfeccionista y una gran trabajadora. Cogió su pluma y comenzó a dibujar unos trazos sobre una cartulina blanca. Estaba tan concentrada en su trabajo que le costó darse cuenta que el teléfono que sonaba era el suyo.
-Clara –descolgó sin desviar la mirada del papel.
-Clara, soy Pedro. ¿Puedes venir a mi despacho un momento? –su voz era cortante.
Habitualmente cuando Pedro le decía que se acercara a su despacho, era porque quería tener un momento de intimidad con ella. A él no le gustaban las muestras de afecto en el trabajo. Y aunque todo el mundo conocía su relación con ella, no quería que nunca le echasen en cara a Clara que trabajara allí por ser la novia del jefe.
Se levantó despacio de la mesa, todavía inclinada sobre el papel, para terminar una recta que se había quedado incompleta. Dejó la pluma y echó a andar hacía el despacho. Por el camino pudo ver que María y Pedro discutían acaloradamente. No entendía que podía haber sucedido para que estuvieran enzarzados de ese modo. Por lo general ellos se entendían a la perfección.
Llamó a la puerta con los nudillos. Siempre era bien recibida pero no dejaba de ser el despacho del jefe.
-Adelante –escuchó la voz de Pedro desde el interior.
-¿Me llamabas? –primero miró a Pedro que estaba de espaldas a la puerta, mirando el ventanal que ocupaba toda la pared del fono de su despacho; después miró a María. Estaba apoyada con las dos manos sobre la mesa de Pedro, no tenía muy buen aspecto-. ¿Ha ocurrido algo?
-Siéntate, por favor. –Se dio la vuelta e hizo un gesto con la mano para que tomase asiento frente a él.
Durante unos segundos, que a Clara le parecieron horas, Pedro jugueteaba con la pluma que le habia regalado por su primer aniversario. Le llevó más de un mes encontrar la pluma perfecta, lo recordaba muy bien, pero al final resultó ser un regalo genial.
-Clara. No me voy a andar con rodeos. Primero porque sabes que no es mi estilo y segundo porque creo que no te lo mereces.
Miraba extrañada la situación. No entendía qué podía ocurrir que fuera tan horrible para que su novio y su mejor amiga estuvieran observándola de esa manera.
-Tú dirás –dijo con aquella voz dulce que ponía siempre que presentía algún problema.
-No puedo casarme contigo –escrutó los ojos de Clara-. Lo siento.
Ella intentó comprender el significado de aquella frase en tan solo un segundo. Pero le fue imposible, necesitaba algo más.
-No… no te entiendo, ¿qué quieres decir? –buscó ayuda en María que se mantenía firme en su posición con los ojos vidriosos.
-No voy a casarme contigo, Clara. Lo siento de veras. No puedo. No es justo seguir con esta farsa –angustiado, se aflojó un poco el nudo de la corbata.
-¿Por qué? –en su mente empezaron a formarse multitud de imágenes e ideas y ninguna tenía sentido por sí misma-. ¿Qué farsa? ¿Qué está pasando?
Su respiración empezó a sonar mas fuerte en su pecho y su corazón amenazaba con salir de un momento a otro hacia el exterior. Notaba cómo las manos le temblaban sin control.
-No he sido sincero contigo –agachó la cabeza y se tocó la nuca como hacía cuando estaba nervioso.
Clara se removía inquieta en su silla. No le decía nada concreto y tampoco entendía por qué María tenía que escuchar esa conversación.
-María y yo… –se le ahogaron las palabras en la garganta-, nos hemos estado viendo todo este tiempo.
-¿Viendo? ¿quieres decir qué…? –Se le cortó la voz.
-Sí. No me puedo casar contigo me he enamorado de ella. –Sintió que se quitaba un peso de encima pero le venía el de la culpa.
-No… no puede ser. No… –negaba con la cabeza mientras los ojos ahogados en lágrimas empezaban a escocerle-, no podéis hacerme esto.
-Lo siento Clara –María se sentía la peor persona del mundo. Sin embargo ella no lo había decidido así.
-Surgió, simplemente surgió; no lo buscamos ninguno de los dos. No queremos hacerte daño, te queremos demasiado. –Pedro se notaba angustiado.
-¿Qué no queréis hacerme daño? ¿Qué me queréis? Tú –miró a Pedro con dolor y desprecio-, que me pediste que me casara contigo porque era la mujer de tu vida. Y tú –clavó sus ojos en los de “su amiga”- que siempre has sido como una hermana para mí. Sois despreciables.
Se levantó despacio de la silla, sujetando con fuerza los reposabrazos, clavando sus uñas en ellos. El mundo se le había venido abajo. Su futuro marido se iba con su mejor amiga. Y allí estaban los dos, delante, explicándoselo todo. Ahora entendía muchas cosas: las noches que él no llegaba a casa porque tenía que trabajar hasta tarde; los fines de semana que su amiga se iba fuera de Madrid coincidiendo con los viajes de negocios de Pedro; las caras de los últimos días. No le salían palabras para describir lo que sentía en ese momento. Tampoco quería darles el gusto de montarles un espectáculo. Se giró hacia la puerta, dándoles la espalda, con los ojos anegados en lágrimas. No dijo ni una palabra más.
-¡Espera! Yo… –María comenzó a hablar entre sollozos- lo siento.
-No quiero volver a veros en mi vida –sentenció todo lo serena que pudo.
Abandonó el despacho y se dirigió a su mesa con la cara embarrada en el maquillaje. Sus ojos, siempre alegres y expresivos, ahora estaban muertos. Se sentó en la silla, consciente de que algunos de sus compañeros miraban indiscretos y especulaban entre ellos.
Debía irse cuanto antes, no podía seguir trabajando allí. Cogió su bolso y su teléfono. Sacó de uno de los cajones una bolsa de plástico para meter las cosas que quería llevarse del que hasta ahora había sido su segundo hogar. Desplazó la mirada a lo largo de toda la mesa: papeles, dibujos, bolígrafos, fotos los dos en vacaciones, fotos de María, una foto de sus padres, una manzana para el almuerzo y una revista que hace algunos días le había llegado por correo. Sujetó en las manos la foto de sus padres, la miró y acarició sus rostros con las yemas de los dedos; la guardó en la bolsa y sin darse cuenta tiró la revista al suelo. Ésta quedó abierta por la página 53. Miró hacia el suelo por inercia y una foto llamó su atención: la de una ballena enorme en un mar casi helado, una maravilla de la naturaleza. La recogió y leyó el titular: “Avistamiento de ballenas en Tadoussac, provincia de Québec, Canadá”. Sonrió amargamente. Se levantó y se fue sin despedirse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario