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miércoles, 26 de junio de 2013

Gordi

El cronómetro indicaba cinco minutos. Sólo cinco minutos.

Notó su cabello empapado en sudor. Miró el cuadro de control de la bicicleta estática, el selector de dureza estaba en modo uno. La distancia recorrida no alcanzaba aún los dos mil metros. Su corazón rozaba las ciento cuarenta pulsaciones.

Volvió a escuchar aquellas malditas risas.

El hambre no bastaba. Tenía que sudar.

Colocó el selector en modo dos, agachó la cabeza, apretó los puños en el manillar y siguió pedaleando.

El sudor escocía en sus ojos. Con la mano derecha, cogió la toalla que llevaba en el cuello y secó su cara.

Ocho minutos. Dos mil setecientos metros. Ciento cincuenta pulsaciones.

Tensó los músculos. Debía esforzarse más. Su cabeza debía centrarse en el esfuerzo.

Necesitaba olvidar. No quería volver a llorar recordando su niñez. Una niñez amarga, cruel, en la que, al contrario que los otros niños, siempre temió la hora del recreo. La hora de la humillación. Las primeras cien veces, esperó ilusionado a que alguno de los capitanes lo eligiera para su equipo de fútbol. Nunca sucedió. En algunas ocasiones, incluso prefirieron jugar con uno menos. Primero, lloró viendo como los demás se divertían jugando Luego, aprendió a disimular sus lágrimas. A beberse su amargura.A tragarse su dolor.

La camiseta se pegaba a su cuerpo y le escocía los pezones Chorreaba sudor.

Se levantó del sillín. Pedaleó con rabia. Tenía que sudar más.

Once minutos. Tres mil doscientos cincuenta metros. Ciento sesenta pulsaciones.

No era suficiente. Debía llegar al límite.

No quería pensar. Debía acostumbrarse a no desear, a no sentir. Sabía que nunca experimentaría el placer de tocar los suaves, palpitantes y turgentes pechos de una chica, la calidez de sus besos, o la ternura de sus caricias.

Para los demás,él era un monstruo, un ser deforme,un contrahecho.

Quince minutos. Cinco mil metros. Ciento ochenta pulsaciones.

Volvió a secarse. La toalla apestaba a sudor.

Quería más. Colocó el selector en modo tres. Las piernas le dolían. Miles de agujas parecían clavarse en sus músculos.

Siguió pedaleando.

No volverían a reírse, a humillarle. Jamás volverían a insultarle. Conseguiría que le llamaran por su nombre. Él se llamaba Nicolás. De una puñetera vez todos lo sabrían.

Apretó los dientes. Tragó saliva. La garganta le ardía.

Aumentó el ritmo de su pedaleo.

Veintidós minutos. Once kilómetros. Ciento noventa pulsaciones.

Respiraba con dificultad. Estaba agotado, pero era insuficiente. Tenía que seguir. No podía dejarlo. No podía fracasar de nuevo.

Veinticinco minutos. Doce kilómetros doscientos metros. Doscientas pulsaciones.

Su pecho quería explotar.

Intentó pedalear más rápido. Le pareció imposible. Más rápido, maldita sea. Más rápido.

Notaba las venas hinchadas en el cuello y en la sien.

De sus labios comenzó a caer baba. Una baba que sabía a hiel. 

Aún no era bastante. Tenía que sudar más.

En poco tiempo dejaría de visitar las horribles tiendas de tallas grandes, “las tiendas para gordos”. En un mes, la gente no volvería la cabeza para mirarle. No haría chistes sobre su aspecto. Dejaría de ser gordo. Dejaría de ser un monstruo

Pedaleó más rápido, más fuerte. Más, mucho más.

Treinta minutos. Catorce kilómetros.Sus pulsaciones se dispararon.

Sintió un dolor inmenso cuando sus venas estallaron. Intentó pedalear. Quedó muerto sobre la bicicleta.

Al día siguiente en el tablón de anuncios de la universidad, en una escueta nota, se comunicaba a todos los alumnos el fallecimiento de José Jimenez Zapatero, estudiante de filosofía.

Nadie supo quien era.

Días después, en la cafetería y en tono jocoso, un alumno comentó que hacía algún tiempo que no veía al Gordi.

“Seguramente el animal se ha comido el horario”.

Todos rieron la ocurrencia.




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