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martes, 4 de junio de 2013

La oscuridad

Como siempre, Julia sólo pulsó el botón de parada del vídeo cuando desaparecieron los últimos títulos de crédito de la película y la niebla se apoderó de la pantalla. Una vaga inquietud comenzó a apoderarse de ella. No tendría que haber visto una película de terror a horas tan tardías. Eran más de las doce y no le quedaba más remedio que acostarse y apagar las luces. Estaba sola en casa, a excepción de su hijo pequeño, que dormía plácidamente en la pequeña cama de su habitación. Su marido tenía turno de noche en la fábrica y no volvería hasta las siete de la mañana. Se había sentido aburrida y había puesto la película, una historia de muertos vivientes que la había impresionado más de lo que ella pensaba. La película duró más de la cuenta y ahora ella no tenía más remedio que apagar las luces y acostarse sola; tenía que levantarse temprano para ir a trabajar, iba a ser un día muy atareado, y no podía demorar más tiempo el momento de apretar el interruptor. Miró el reloj y la cama vacía e intentó borrar de su mente el oscuro temor de siempre a la oscuridad, a dormir sola, al espacio vacío debajo de su cama, a los armarios que, a esas horas de la noche, parecían ominosos y amenazadores. Uno de ellos tenía una puerta levemente abierta. La cerró del todo. Esa rendija de oscuridad siempre la había asustado, le parecía que, de repente, la rendija comenzaría a ampliarse, provocada por una mano invisible que empujaba la puerta. Notó como su pulso se estaba acelerando. No tenía que haber visto esa película. Lo que le había parecido entretenido a las diez de la noche, cuando podía oír las animadas conversaciones de los vecinos que le llegaban por la ventana entreabierta, ahora le parecía terrorífico. El silencio se extendía por todo el edificio y ella casi podía notarlo como un zumbido sordo y constante en sus oídos. Por fin, decidió irse a dormir y desterrar de su mente todos esos absurdos temores. No obstante, no pudo evitar cumplir con su inevitable ritual. Antes de apagar las luces miró debajo de la cama. Como siempre, nada. Nunca había encontrado nada que la pudiera intranquilizar, pero jamás, desde su infancia, había dejado de echar un vistazo. Aunque su marido se reía de sus miedos y, al principio, había intentado desterrar esa manía, con el tiempo la había aceptado como una pequeña excentricidad y, salvo alguna broma ocasional al respecto, la había dejado por imposible.

Después, lo de siempre. Se dirigió hacia el interruptor de la luz, lo apagó y, corriendo, se quitó las zapatillas y se metió en la cama, tapándose a continuación la cabeza y sintiendo su corazón latir algo más rápido de lo acostumbrado. La oscuridad la aterrorizaba. Intentó concentrarse en pensamientos alegres, su marido besándola por la mañana cuando llegara, su hijo de un año y medio despertando y buscándola; pero era imposible. Cuando dormía sola, antes de que el sueño se apoderase de ella, solamente miedos oscuros e ideas terroríficas venían a su mente. Solamente podía pensar en manos que la cogerían por los tobillos desde debajo de la cama, en la puerta del armario abriéndose con un crujido siniestro para dar paso a un ser de pesadilla... Sus manos atenazaban el borde de las mantas, rogaba que el sueño le sobreviniese pronto y despertar, como siempre, en la habitación bañada de luz.

Supuso que había pasado una media hora cuando comenzó a invadirla aquella agradable laxitud, la flojedad en sus miembros y su mente que ella siempre identificaba con la llegada del sueño salvador. Pero algo hizo que esa sensación desapareciese bruscamente. Oyó un ruido debajo de la cama. Su corazón comenzó a latir cada vez más deprisa, su boca se abrió, pero no pudo gritar. Pensó en un ratón, algún pequeño animal que reptaba por el suelo y que desaparecería en cualquier momento. Se aferró a esa idea con desesperación, para darse cuenta con un infinito de que aquel ruido no podía causarlo ningún vulgar ratoncillo. Eran unos siniestros crujidos, seguidos de una espantosa caricatura de respiración, algo así como el ruido que emite un asmático en una crisis, un espantoso y cavernoso gorgoteo. La mente de Julia comenzó a escapar hacia las regiones oscuras de la locura y el espanto infinitos. Aquello estaba reptando debajo de su cama, moviéndose siniestramente en la oscuridad, y aquel sonido de respiración parecía casi humano. En cualquier momento una oscura garra surgiría de debajo de su cama y atraparía su mano agarrotada por el terror, y algo monstruoso caería sobre ella. ¡Ahora, ahora, ahora! Esta palabra se repitió en su cabeza cada vez más deprisa, mientras Julia esperaba el momento fatídico, mientras su corazón latía desbocado, amenazando con estallar. ¡Ahora, ahora, ahora...!

El marido de Julia nunca logró olvidar lo que vio en su dormitorio cuando volvió de trabajar. Sus infrahumanos gritos de horror despertaron a todo el vecindario. Seguía gritando enloquecido cuando los vecinos, tras forzar la puerta de su piso, lo encontraron. Su mujer yacía boca arriba en la cama, los ojos espantosamente abiertos, las manos contraídas y agarrotadas aferrando el borde de las sábanas. Muerta. Muerta de miedo. Pero no menos horroroso fue lo que encontraron debajo de la cama. Un pequeño cuerpo asfixiado que, gateando, había ido a enredarse en unos plásticos, muriendo asfixiado tras una horrible agonía. ¡Su hijo pequeño, muriendo ahogado bajo la cama de su madre que moría de terror!

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