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viernes, 31 de mayo de 2013

Diario de un sacristán I

Andaba yo en la parroquia haciendo cosas de sacristanes, que aunque no llegaba a monaguillo, se gustaba mí cura el Malainas de darme ascenso a su conveniencia, y acabando de dar lustre a la patena, entró en el templo uno que decía venir a ponerse a buenas con Dios, que a no tardar mucho ante él se presentaría para rendir cuentas y quería llevar arreglados los asuntos terrenales. Me intrigó a mí que tuviera el hombre certeza de la fecha de su partida, y como lucía yo una sotana vieja, que al tener sólo unos pantalones con esa prenda los guardaba de la lejía, me hice pasar por el cura y le invité a que me relatara sus pesares. Comenzó el hombre diciendo que a sus cincuenta, a un mes estaba de cumplir tres años desocupado, y que no andaba boyante en la economía, que con los cuatrocientos cincuenta euros que el gobierno le daba de ayuda, eran muchas las noches que se acostaba sin cenar, y aún así vivía de invitado en la casa de sus suegros, que de su casa buena cuenta dio el banco a resultas del retraso con la hipoteca. Y si malo estaba en lo económico, peor aún llevaba las cuestiones de la salud, que de dos meses atrás sabía que más de dos años no alcanzarían sus huesos sin dormir en ataúd. Afectado era el hombre por una enfermedad de nuestro tiempo, a la que por abreviar se la conoce por LMA, y no es otra cosa que Leucemia Mieloide Aguda.

Pensé yo entonces que muy raras son ahora las enfermedades que nos llevan a fallecer, que no hace mucho lo habitual era hacerlo de un cólico miserere y si no estaba claro el diagnóstico, finados eran todos del último mal. Negro fue el futuro de los afectados por este cáncer, que diez años atrás ninguno de ellos libraba la pellica. Pero gracias al Glicec, un medicamento que al mercado lanzó en el principio de siglo la multinacional Novartis, pocos eran ahora los que emprendían el último viaje por la dolencia. Era encargada la Seguridad Social de correr con los gastos necesarios para mantener con vida a los que, sin querer, sufrían de esta Leucemia con lo que su fecha de caducidad, como la de los otros cristianos, se mantenía en incógnita. Pero hace seis meses que la Novartis no ganó los cuartos a los que era acostumbrada, y en vez de cinco mil, cuatro mil quinientos fueron los millones que entraron en sus faltriqueras y buscando lo perdido, por tres multiplicó el coste del milagroso remedio. No corren buenos tiempos para los pobres, y pronto el Ministerio de Sanidad reaccionó a la subida y renunció a la subvención del Glicec, que los setenta mil euros que costaba al año el tratamiento mucho se le hacían, y decía el ministro que le desajustaban los presupuestos. Y tal era la razón de que aquel hombre supiera que en seis meses menos de la mitad de un lustro, cita tenía con San Pedro y con Cristo para cenar.

Mucho me dolió el relato de aquel hombre que, desde los tiempos de los esclavos, no había visto yo tan claro lo que valía la vida de un hombre. Dio vueltas mi caletre buscando solución al asunto y de monedas vacié los cepillos de Santa Rita y San Juan, y me acerqué al de San Judas por si acaso, y conté el total y a diez euros ascendió la recaudación, que de mucho tiempo también andaban en crisis los bienaventurados. Recordé entonces que en el curato guardaba el Malainas doscientos euros destinados a pagar el arreglo de unas goteras, y pensé yo que no se enfadaría el cura si los utilizaba en otra obra. Al hombre le hice entrega de los doscientos diez y de una nota dirigida al ministerio: “Valgan estos euros, señor ministro, para comprarle al portador diez minutos más de vida”.

Y se fue el hombre contento. Y volví yo a mis cosas de sacristanes.







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