Vladimir, sentado en su ostentosa y alta
silla de cuero café con botones inscrustados, la miraba con atención, y
constantemente revisaba la grabadora temeroso de que ésta pudiera detenerse por
puro capricho. Ella recostada en un gran sillón del mismo color y textura que
la silla —sin duda, obras del mismo artesano— agitaba regularmente su cabeza de
un lado a otro como queriendo no ver algo en la visión de sus ojos cerrados.
— ¿Qué ves?— le preguntó él.
Ella se quedó en un silencio escrutador y le
respondió después de unos segundos:
—Una habitación, estoy caminando por el
interior de una casa muy grande. Los muros son de bloques de piedra color
gris...
Vladimir anotó muy rápido, con la inherente
caligrafía ilegible de un médico, en la pequeña libreta que tenía entre sus
manos, esperó un momento a que ella continuara, pero ésta no lo hizo, y
aclarándose la voz con un disimulado carraspeo la interrogó de nuevo:
— ¿Puedes identificar la época o el lugar en
el que estás?
—No, no lo sé..., no hay nada, las
habitaciones están casi vacías, sólo hay unos cuantos muebles sucios, llenos de
polvo y telarañas..., parece una casa abandonada.
— ¿Qué tipo de muebles? ¿Se ven antiguos,
modernos..., lujosos?— le insistió, sin soltar la libreta y llevándose el lápiz
a la cabeza para tocar suavemente una de sus sienes en evidente postura de
reflexión y análisis.
—Sí, son antiguos, muy antiguos. Y también se
ven lujosos..., caros.
El doctor mostrando un tenue semblante de
ansiedad, le preguntó sin antes darle una nueva oteada a la máquina grabadora:
— ¿Cómo eres?..., mírate y dime cómo eres.
Ileana levantó un poco la cabeza y miró su
cuerpo con los ojos cerrados —soy hombre, mi ropa es negra, toda negra, visto
pantalones de lino y un largo abrigo de paño hasta las rodillas. Los zapatos y
toda la ropa se ven impecables, como recien hechos— alzó las manos frente a su
rostro girándolas sobre su dorso y exclamó asombrada:
—... ¡Dios mío! ¡mis uñas son muy largas!,
parecen manos de mujer..., mi piel es pálida..., blanca como porcelana, los
dedos finos y largos, y las uñas muy crecidas.
— ¿Sabes tu nombre?
—No lo sé..., no lo recuerdo —se quedó en
silencio por unos segundos y habló a continuación con su voz entrecortada —...,
tengo miedo..., aquí está muy helado..., hace mucho frío.
—No va a pasar nada ileana, ten calma, ¿hacia
dónde te diriges? ¿Qué estás haciendo ahora?
La mujer movió sus globos oculares bajo la
delgada piel de sus párpados y respondió:
—Estoy bajando por una escalera de piedra, es
como un túnel muy obscuro y al fondo se ven algunas luces..., creo que son
antorchas.
—Trata de ver qué hay al fondo. Observa bien
qué te rodea.
Ileana se demoró en responder, el doctor no
la presionó y la esperó pacientemente mientras descubría con su mirada unas
formadas y firmes piernas bajo la falda de cotelé azul, casi se olvida de la
razón por la que estaban ahí cuando ella habló y lo espantó de su prohibida
admiración.
—Estoy llegando, parece que es otra
habitación..., sí, es otra habitación, y muy grande; hace mucho más frío. !
Dios mío!, estoy en una cripta o algo así..., hay varios ataúdes, es un
mausoleo inmenso. Hay muchas velas y cirios encendidos..., no son antorchas las
que se veían, son cirios.
Vladimir no se inquietó con la descripción de
su paciente, al contrario, con su voz más segura le interrogó:
—Entonces..., ¿estás muerta?
—Sí— respondió al instante, tan segura de lo
que decía como el doctor de lo que preguntaba —estoy muerto, no respiro...
Tengo miedo Vladimir.
El psiquiatra se inclinó hacia adelante en su
silla y posó una de sus suaves manos sobre las de Ileana de modo consolador:
—Tranquilízate— le dijo —, no pasa nada,
respira profundo, todo durará un segundo, trata de adelantarte en el tiempo
para pasar a otra vida.
El semblante de ella estaba alterado,
respiraba en forma agitada, sus movimientos oculares se hicieron vertiginosos,
lo que veía o sentía estaba sobrepasando sus capacidades, y más que hablar,
gimió —el olor es asqueroso, tengo deseos de vomitar. ! Estoy dentro de un
ataúd!..., ¡tengo miedo! ¡Sácame de aquí por favor!
Vladimir, ahora parado —levemente agachado— y
con ambas manos sobre las de Ileana le decía subiendo la intensidad de su voz
—Ileana, sale de tu muerte. Elévate hacia los maestros. Deja esa vida atrás,
quiero que pases a la siguiente.
—No puedo, la muerte no deja elevarme..., por
más que trato no puedo...
—Si puedes.
— ¡No puedo!
Ella se veía mal, afligida, pero el doctor no
consideró prudente despertarla de la hipnosis, aún no había conseguido la
información que buscaba, y molesto por la incapacidad de ella de seguir sus
instrucciones, con un tono estrictamente autoritario, le ordenó — ¡concéntrate!,
¡hazlo Ileana!, flota en tu mente... ¡Adelántate en el tiempo! ¡Conéctame con
los maestros!, sobrepasa ese momento final. Estás muerta— y excitado, con una
fe enorme y firme en lo que decía, le exigió de manera solemne, como si de su laringe
emanara la orden omnipotente que levantó a Lázaro de su tumba —, ¡elévate y
nace de nuevo!
Poco a poco ella redujo el precipitado
movimiento de sus ojos y de su cabeza, así como el ritmo de su respiración,
hasta que su estado se vio totalmente normalizado; después de unos mudos
momentos, habló —ahora estoy en un poblado; es de noche. Ando por una estrecha
calle de adoquines...
El psiquiatra con una ligera sonrisa de
satisfacción en su rostro le preguntó — ¿Puedes identificar la época o el
lugar?
—Hay muchas casas antiguas, creo que son
europeas..., suecas u holandesas quizá. No hay luces, pero puedo ver
perfectamente en la obscuridad. Hay algunas personas conversando, pero no me
ven, sólo un perro asustado percibe mi presencia... Tengo hambre, Vladimir.
Dubitativo, calculando una fecha y un lugar
en la historia humana, le arguyó —ya tendrás tiempo para comer; dime, ¿quién
eres ahora?
Ileana hizo los mismos gestos
anteriores, y los de todas las sesiones pasadas, levantando su cabeza y sus manos
para mirarse y describirse a ojos cerrados —no lo sé. Pero soy hombre..., estoy
vestido de negro, entero, con un gran abrigo grueso hasta más abajo de las
rodillas, mis manos son blancas, y mis dedos muy finos..., tienen uñas largas,
como los dedos de un artista.
En la cara del doctor se dibujó una mueca
contradictoria, de extrañeza y desencanto, y acomodándose inquieto en su
pomposa silla, le replicó —no puede ser , ya visitaste esa vida. Aún estás en
tu existencia anterior, debiste de haber retrocedido. Flotaste hacia atrás en
vez de adela...
— ¡No lo hice! —Lo interrumpió ella de modo
impetuoso, y agregó —, siempre fui hacia adelante.
Vladimir se pasó la mano por su rostro en un
evidente gesto de frustración, estaba cansado, esas eran las últimas horas de
ese día y las fuerzas y la concentración lo abandonaban, y la poca obediencia
que estaba mostrando su paciente—y cooperadora experimental— lo acongojaba y
enojaba. Con hastío en su timbre continuó.
—No importa, da lo mismo, adelántate en el
tiempo. Ve de nuevo hasta tu muerte y pásala de una vez por todas.
— ¡No puedo!, además ya estoy muerto—
contestó firmemente ella en respuesta a su tono, como si, a pesar de todo,
estuviera consciente de su entorno dentro de su somnolencia inducida.
Estuvo a punto de sacarla del trance para
irse a dormir y olvidarse de todo hasta la próxima reunión, pero un
presentimiento curioso le decía que no debía hacerlo, y haciendo un gran
esfuerzo por ocultar su malestar, le impugnó —no puede ser, Ileana, estás entendiendo
mal. Concéntrate por favor, escúchame bien, ve hasta el fin de esa vida y
pásala.
La voz de ella sonó angustiada, como un ruego
—eso hago, eso estoy haciendo, pero no puedo, no hay fin.
—Ileana, eso no puede ser, escúchame bien por
un momento: a-de-lán-ta-te. Anda hacia adelante, —y le ordenó lo mismo que
pretendía, pero de otra manera— anda hasta el último acontecimiento de esa
vida.
Como si el doctor hubiera mencionado una
palabra clave, el rostro de ella volvió a moverse de lado a lado, como
experimentando una pesadilla tormentosa, temblaban sus manos, y sus párpados se
entreabrían con una intermitencia eléctrica inhumana dejando ver sus globos
oculares blancos, su boca abierta por espasmos fuera de su control, habló
—pasan muchas imágenes, Vlad..., muchas personas y lugares, siempre obscuras,
todas negras. Pasan años Vlad..., veo siglos ante mis ojos.
Sin inmutarse con las palabras dichas, ella
dejó pasar unos instantes callada, ensimismada y más serena; el doctor la
esperó impacientemente, sin interrumpirla, hasta que ésta habló, fue una frase
corta pero tajante, que retumbó como un estallido en la moderna y lujosa
habitación que las hacía de consulta psiquiátrica —estoy en mi casa...
Los ojos de Vladimir se abrieron
sorprendidos, soltando su pregunta como un incontenible exabrupto: — ¡¿qué
diablos?!..., ¿te refieres a tu casa actual? ¿A esta época?
—Sí, es mi casa, estoy en el living de mi
casa, es hace una semana, lo sé porque veo las rosas blancas que me regaló mi
novio; es el miércoles o el jueves en la noche...
El asombro del doctor no tenía límites, si
ella en su trance había llegado desde el pasado hasta la época contemporánea
sin experimentar ninguna muerte ni renacimiento en todo su transcurso, no
quedaba más alternativa que deducir que era una inmortal, ¡siempreviva!, y ella
ni siquiera lo sabía. Estaba dando un giro enorme en sus investigaciones, no
sólo existían los espíritus inmortales, los llamados maestros eternos —como él
lo había determinado—, acababa de descubrir —si era cierto lo que decía su
paciente, y no tenía por qué dudarlo— que habían elegidos que eran inmortales
de carne y hueso, hombres y mujeres que caminaban entre nosotros eternamente,
testigos palpables de la historia de la humanidad. Seres sin memoria, hermosos
y perpetuos como Ileana.
Atrapado por un anhelo angustiante la
interrogó apurado — ¿ése es el último acontecimiento de tu vida? ¿Qué edad
tienes?..., si estás en tu casa, ¿qué haces en este momento?..., dijiste que
era de noche ¿no?
—Estoy en algún lugar de la sala, caminando
en dirección al dormitorio principal... Es de noche.
Vladimir la interrumpió bruscamente — ¿parado?,
acaso ¿tienes consciencia de hombre todavía?
Sin titubear ella afirmó positivamente,
aunque después corrigió —... La verdad, no lo sé, pero no creo que sea mujer—,
a lo que el doctor replicó apresurado —trata de buscar un espejo, necesito
saber cómo te percibes físicamente.
Pasando por alto el requerimiento, ella agregó
asustada —¡Vladimir!, ¡hay alguien durmiendo en mi cama!..., no sé quién es...
¡Tengo miedo!
— ¿No lo conoces o no puedes verlo?
—No puedo verlo, tiene el rostro bajo las
sábanas.
—Acércate y mira quién es. Necesitamos saber quién
es para curarte. No temas, nada te puede ocurrir.
Ileana moviendo sus ojos bajo su piel
aparentó hacer lo que le pedía el doctor.
—Estoy caminado hacia la cama, estoy muy
cerca pero no le veo la cara, la tiene oculta— y agregó tranquilizándose
notoriamente—. Es una mujer.
Vladimir, revisando varias veces la
grabadora, como si no tuviera seguridad de su funcionamiento, excitado por el
relato de su paciente, le preguntó con un entusiasmo casi infantil — ¿una
mujer?, ¿cómo es esa mujer?..., ¿la conoces?
—Le estoy tocando el cabello..., ahora la
destapé completamente, está durmiendo sobre sus pechos y cara..., desnuda; es
linda, muy linda, su pelo es negro y su piel blanca.
—Mírale la cara— bramó urgido el doctor.
Ileana quedándose en silencio y sin
movimientos faciales por intervalos de tiempo notorios, ya mucho más sosegada,
con una voz en reposo, aletargada, describió lo que estaba viendo —le estoy
volteando el rostro para verla... Su piel es caliente. ¡Mi señor!..., ¡no puede
ser!...
La incertidumbre de Vladimir lo destruía por
dentro, despojándolo de toda tolerancia y paciencia, y más que una pregunta fue
un grito lo que lanzó —¡¿qué pasó, Ileana?!..., ¿quién es esa mujer?...,
por amor de Dios ¡contesta!
—No puede ser, Vladimir..., no lo puedo
creer. ¡Soy yo!; la mujer en la cama soy yo.
La faz afeitada y perfumada del doctor se
transformó en una deformación perpleja, en un reflejo de toda la paradoja que
consumía su existir; el lápiz y la libreta cayeron al piso de entre sus dedos y
ni siquiera pareció darse cuenta, y bañadas en una lluvia furiosa de gotas de
su saliva, las preguntas se hacían imperantes exclamaciones —¡¿cómo?!, ¡¿qué
dices?!, ¡¿estás segura?!
La paciente parecía sentirse atraída o
absorbida por su vivencia, impaciente de saber su final, y prosiguió hablando,
sumergida en su relato, sin detenerse para contestar a las preguntas de su
interlocutor —con mis manos la tomo y la giro en la cama. Está ahora de
espaldas sobre las sábanas, durmiendo aún, más bien medio dormida, como
hipnotizada. Sus senos son grandes, y su cuello muy fino. Le estoy abriendo las
piernas..., para acariciar su vagina. Es mi mancha de nacimiento, la tengo en
mi entre piernas, no me queda ninguna duda, la mujer en ese lecho soy yo...
Vladimir desconcertado completamente impugnó,
como defendiéndose de una vil injuria arrojada sobre su intachable persona — ¡imposible!,
no puedes tener dos vidas simultáneas. Es una paradoja estúpida, es infantil.
¡Simplemente no se puede!
Ileana, sin reparar en los descontrolados
comentarios del psiquiatra —ni en su presencia—, se llevó, sobre la falda, una
de sus manos a su sexo exhalando un suspiro libidinoso, su respiración onda
poco a poco fue in crescendo y se mojaba los labios constantemente asomando su
lengua roja y jugosa por entre los inmaculados dientes simétricamente ordenados
—me estoy montando sobre la mujer, encimando sobre mi misma..., estoy muy
excitado. Tengo la mano en mi pene..., es inmenso ¡nunca he visto uno tan
grande! Es áspero y muy grueso, rojo vivo, es distinto al de los hombres... Voy
a penetrarla
Vladimir calmó sus ímpetus, y atento, con la
boca abierta, prestó oídos a su colaboradora.
Ileana, manoseándose fuertemente la ingle y
su entre piernas continuó —trato de penetrarla, pero es muy difícil... A pesar
de que su entrada está totalmente mojada, mi pene es demasiado grande, y no
puede entrar.
El doctor estaba mudo, escuchando cada palabra
con suma atención, concentrado como si se tratara de un asunto de importancia
vital, su respiración se agitaba con cada palabra de la mujer. Ella olvidada ya
completamente de su compañía, relataba lo que veía, como si su placer fuera más
intenso al describir la situación en su virtual soledad; ella tenía estimulados
a extremo los sentidos, incitada, acariciando con una de sus manos notoriamente
entre sus piernas y con la otra, con sus dedos abiertos, sobre su pecho fuera
de control, siguió hablando, su voz era sensual, levemente profunda —la
penetré, con mucha dificultad, pero entré de golpe en su carne con un grito
tremendo de ella..., hierve por dentro..., siento mucho placer. ¡Estoy tan
caliente! Me muevo sobre su cuerpo, su piel es muy tibia, la siento caliente,
como si su temperatura fuera mucho más alta que la mía. Soy brusco, siento que
la cama se va a desarmar. ¡Qué placer más intenso! Ella también está gozando,
mueve la cabeza para ambos lados, está como desesperada, gimiendo desquiciada,
con su boca abierta a más no poder. El movimiento de su cabeza me muestra su
precioso cuello. Soy yo, estoy frente a frente a mi propio rostro...,
¡haciéndole el amor a un espejo!
No cabían más pensamientos en la mente del
doctor, estaba anonadado con el descubrimiento, y embobado con los jadeos
sensuales de Ileana, y se repetía una y otra vez susurrando —asombroso...,
asombroso..., asombroso—. Dejó que la mujer tuviera total libertad, y ella
ajena al mundo, se entregó al deleite de su erótico y singular sueño, gimiendo
y revolcando su cuerpo sobre el sillón como una serpiente herida, tocándose
impúdicamente las partes más íntimas de su anatomía, jalando sus ropas y
rasgando los ojales de sus botones, desordenando alocadamente su cabello. Ya no
hablaba, sólo gemía escandalosamente; la expresión de su rostro era de lujuria,
su rostro estaba desencajado por el placer; su alma estaba poseída por un ser súper
sexual, un sátiro, una ninfa afiebrada o los dos... Fueron unos eternos minutos
de un espectáculo sexual sobrecogedor, nunca en la vida imaginado por Vladimir,
un espectáculo que lo tenía al borde de la legalidad y la moral, al borde de la
violación de su juramento hipocrático; la iba a tocar, a pesar de su
conservadores principios, a pesar de su educación evangélica, a pesar de su
matrimonio y de sus hijos, la iba a tocar... Extendió su mano temerosa,
alargando trémulos sus blancos dedos, percibiendo el calor en sus yemas al
acercar la mano al cuerpo animalado de esa deslumbrante hembra en celo, la iba
a tocar, no le faltaba nada para experimentar el paraíso ahí inclinado desde su
silla de cinco mil dólares, y todo terminó de golpe cuando ella chilló con su
voz ronca y alterada por la euforia —¡¡siento mi orgasmo próximo!! ¡¡ya
viene!!...
Vlad de un brinco quedó clavado en su silla,
con el corazón explotándole y retumbándole los latidos en sus oídos como un
bombo gigante. No dijo nada, asustado, no dijo nada.
Retomando el relato dejado hace un rato, Ileana
continuó hablando —su cuello me calienta, me llama, se lo estoy besando, le
paso mi lengua fría, su piel es caliente, muy caliente, afiebrada a mi tacto,
como si yo estuviera congelado, y me gusta mucho, me hace sentir vivo. Mis
babas caen sobre su piel. Le mojo el cuello y las tetas..., ella gime como una
puta, grita como una puta, y yo jadeo como una bestia asesina.
Ya despierto súbitamente de su potente y
sensual pausa, el doctor reinició nervioso su interrogatorio — ¿ella está
consciente de lo que pasa?, ¿te ve?
—No..., ella está en un trance mmm..., abre
los ojos pero no me ve..., ay..., para ella es... un sueño.
No hubo réplica de su interlocutor y
prosiguió —siento que voy a explotar. Su cuello me calienta, no lo resisto, y
se lo muerdo...
Todo quedó en un nuevo silencio en la ocre
habitación, ella concentrada en su vivencia y él callado, sin ocurrencias qué
preguntar, bloqueado, esperando infructuosamente alguna luz que iluminara su
inteligencia. Se aproximó para mirarle el rostro más de cerca, para descubrir
en sus gestos las sensaciones que describía, esperando a que hablara, y al no
hacerlo, la recriminó —¡no te quedes callada!, sigue hablando..., cuéntame todo
lo que ves—, pero la mujer no habló.
El silencio se hizo misterioso, no se
escuchaba un solo ruido, y Vlad agachado, estaba paralizado esperando
respuesta. La habitación estaba congelada, sólo las cortinas danzantes de un
abierto ventanal corredizo por donde entraba un callado viento frío daban la
sensación de una imagen en movimiento; de que esa imagen no era una fotografía
en una revista. Después de un par de minutos de una quemante pausa, ella gritó
fuera de sí —¡¡aarrrggghhhh!!
El doctor dio un imperceptible espasmo que lo
desestabilizó, casi provocándole una caída, y cuando se hubo en un instante
erguido, preguntó angustiado — ¡¿qué pasó por Dios?!..., ¡contesta Ileana!
Los dientes de su paciente estaban apretados,
forzando su mandíbula, cerrados sus ojos exageradamente, como mueca de un dolor
agudo, y arqueando levemente su torso sobre el sillón, gritó —¡¡estoy
eyaculando!! Siento que salen litros de semen de mi cuerpo. ¡Qué placer más
delicioso!
Vladimir se tranquilizó y, sentándose,
preguntó sin ideas — ¿y ella?, ¿qué hace ella?
—Ella también grita, me entierra sus uñas en
la espalda. Tiene una mancha obscura en el cuello..., la mancha también está en
la almohada. Es sangre, la siento en la boca, me gusta, me gusta el sabor de la
sangre... Ahora estoy pegado a su cuello succionando y de mi pene sigue manando
semen.
Con un gesto de asco y de incomprensión, el
doctor la interrogó preocupado — ¿la quieres matar?
La respuesta de Ileana fue tajante —no, no la
quiero matar. Ella me gusta, ella sigue viva.
Ya satisfechas sus dudas sobre ese episodio
en especial, Vlad la instó a contarle lo que sucedía inmediatamente después.
—Estoy saliendo de mi casa. Me siento
satisfecho y con mucho sueño. La noche está linda, me agrada.
— ¿A dónde vas?
—A descansar.
No conforme con esa respuesta, el doctor
trató de seguir escarbando más adelante —pasa esa noche. Ve al día siguiente.
La respuesta fue otra afirmación tajante de
su paciente —no hay otro día. Nunca hay día.
Vladimir tranquilo, ya sin asombrarse,
acostumbrado en ese poco tiempo al inusual relato surrealista de Ileana, le
solicitó —entonces, sigue hasta cuando despiertes de nuevo, ¿lo puedes hacer?
Ileana se quedó muda, reflejo de su
intento por seguir las instrucciones, y habló —es de noche de nuevo, han pasado
nueve noches desde que me dormí. Tengo mucha hambre, Vladimir...
—Lo sé, ya comerás, ¿puedes ver dónde te
encuentras?
Ella levantó sus manos, tratando de tocar con
sumo cuidado algo inexistente sobre su cuerpo, después de aclarar su propia
duda, le contestó —es increíble..., estoy en el aire, estoy volando sobre la
ciudad.
Las respuestas se hacían cada vez más
descabelladas, y el doctor empezó a dudar de sus palabras "quizás sea sólo
un sueño demasiado real que su cerebro asimiló como una vivencia
verídica". La certeza de que había cometido un error en la canalización de
la fuerza mental de su paciente se iba haciendo latente, y le preguntó más por
protocolo que por verdadera curiosidad científica mientras recogía la libreta
de notas desde el piso —¿volando?..., ¿estás en un avión?
Ella, fascinada con su visión respondió —no,
estoy volando como un pájaro. Tengo alas.
El doctor ojeaba sus anotaciones buscando el
punto donde se desvirtuó el trance de Ileana, y sin darle mayor importancia a
lo que decía ella, le preguntó —¿alas sintéticas o alas reales?..., acaso ¿eres
un pájaro ahora?
—Son reales. No, no soy un pájaro, más bien
soy algo parecido a un murciélago, un murciélago muy grande.
Una leve sonrisa se esbozó en la boca del
doctor, casi seguro de que lo que decía su paciente era una ilusión. Ya no le
importaba que su nueva teoría no fuese corroborada, menos aún con un relato tan
tétrico y fantástico como el que estaba escuchando. Se sintió relajado, mucho
más tranquilo, como habiéndose sacado de encima un problema complicado, y
aliviado continuó preguntando, pero esta vez para saber cómo terminaría la
historia la fértil imaginación de su paciente y no para escarbar traumas en
vidas pasadas —¿tienes pensamientos?..., ¿piensas como un hombre o sólo tienes
instinto animal?
—Como... ninguno de los dos— respondió ella
insegura.
—Si no eres hombre ni animal, ¿qué eres
entonces?
La voz de Ileana se hacía distinta
a cada palabra, se hacía calmada y susurrante —no lo sé, no sé lo que soy...,
no tengo pensamientos de vivo, no los encuentro... Estoy muerto.
Vladimir interesándose de nuevo preguntó — ¿y
a dónde se supone que vuelas?
Se estaba parando con la intención de detener
la grabadora, cuando la respuesta lo dejó congelado a medio camino —vengo hacia
acá.
Nervioso, con otro de esos presentimientos
acosándolo, le replicó —¿dónde a acá?
El halo que envolvía a Ileana se
hizo tenebroso, de miedo; desgraciado en el corazón del doctor y le respondió
con un tono de burla en sus palabras —vengo hacia acá..., a tu despacho.
— ¡Quéeee!— los ojos casi se le salen de las
órbitas, la pesadilla en un segundo devolvían todos sus miedos a su cuerpo — ¿y
a qué vienes a mi oficina?— preguntó.
La voz de Ileana cambiaba más a
cada momento, como si el emisor de una señal de radio se viniera aproximando
rápidamente, haciendo la comunicación más potente en el receptor, su voz se tornaba
ronca y profunda — ¿no te lo imaginas, doctor?, ¿no eres tan inteligente?
Vlad Tepes no respondió, no sabía qué hacer,
quedó desconcertado con la respuesta, no tendía a creer lo que
relataba Ileana, un mar de incertidumbre lo bañaba y él no tenía respuestas,
al caso, no cabía duda de que si fuera o no cierto, él estaba aterrorizado, con
la mente nublada, a punto de orinarse ahí mismo. La persona que hablaba no era
su paciente, era otra, ¿sería eso posible?, ¿acaso estaba ante otro
descubrimiento?, ¿podría ser Ileana un transmisor de radio que lo
comunicaba con el más allá?, y si fuera así ¿ese espíritu le estaba gastando
una macabra broma?
Sin pensarlo más, el médico buscó su saco y
se lo estaba colocando, con la intención de despertar a Ileana y terminar
la sesión cuanto antes, cuando escuchó el ronquido de nuevo —no puedes huir, Vlad.
Ya no hay salida.
El sonido que producía la garganta
de Ileana ya nada tenía que ver con ella, demasiado ronco para una
mujer, demasiado ronco incluso para un hombre, tan ronco como una bestia. El
psiquiatra asombrado y aterrorizado por las palabras, dejó salir un grito agudo
donde apenas se entendía lo que decía — ¡¿por qué?! ¡¿Qué te he hecho yo?!
Ileana parecía muerta, no se percibía su
respiración, y ya no habían movimientos oculares ni corporales, estaba
totalmente apresada por el ente que hablaba a través de sus labios —me
perturbaste, doctor. Te inmiscuiste en mis asuntos y ahora sabes quién soy.
Un sudor frío corría sobre la piel del
psiquiatra mientras buscaba en su escritorio las llaves de la caja fuerte donde
tenía guardado un revolver, se hablaba a sí mismo, produciendo unos sonidos
ininteligibles producto del nerviosismo, estaba a un paso del llanto, a un paso
de un ataque de histeria, y desde su escritorio le gritó a Ileana o
lo que fuera que reposaba en el sillón —¡no sé quién eres!..., tú..., tú eres
¡Ileana!
—No soy Ileana. Yo hablo a través de ella,
así como ella vio través de mí, y eso tú lo sabes, ella te contó lo que vio en
mis ojos. Te relató siglos. ¿Te gustó jugar a ser Dios, Vladimir?
El doctor, al no encontrar la llave, se dejó
caer derrotado sobre la silla del escritorio, con la cabeza entre las manos,
dolorido, arrepentido, angustiado, una lágrima se le asomaba por la mejilla
izquierda, y con la voz temblorosa susurró con un sonido que sólo podría haber
escuchado él mismo —la mataste maldito hijo de puta.
Resonando en todos los rincones de la
habitación, el espíritu respondió —ella no está muerta, pero ahora ya no es de
ustedes. Ella es mía; soy su mentor, ella desde hoy aprenderá de mí, y tú
adelantaste su iniciación.
— ¿Quién eres, desgraciado?— preguntó
resignado el doctor.
Se escuchó un ruido sordo en el ventanal, las
cortinas se inflaron en un instante como si una violenta ráfaga de aire las hubiera
movido, el doctor se espantó, levantó la vista y estuvo unos segundos mirando
atento con el corazón ahogándose en su garganta, sin que nada más ocurriera en
las ventanas. En el sillón, Ileana despertaba; se tomaba la cabeza
con sus dos manos y carraspeaba insistentemente. Se escuchó una voz, y esta vez
no la emitía ella, una voz muy ronca y flemática, una voz siniestra; venía de
detrás de los cristales —neófito Vlad ¿Quieres saber quién soy?, soy un maestro
eterno, el maestro que estabas desde hace mucho buscando—, y el ser hizo su
presencia en la habitación.
Vladimir llorando, cayó de rodillas, sin
siquiera atreverse a mirar. Se persignó y rezó mientras pudo, con los ojos
cerrados —padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu re...
Como un susurro casi imperceptible, se
escuchó la dulce voz de Ileana, su timbre sensual era salpicado con un
tono burlón —tengo hambre, Vladimir, y Dios no tiene nada que ver con eso.
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