Me parece escuchar que canturrea. Sí, sin duda tararea una canción. Es una melodía simple, anodina, amarga. Como el viaje que estoy a punto de emprender Mi maleta elige el tipo de canción de acuerdo al motivo de mi viaje. Hace calor, mucho calor. Meto en sus tripas la ropa interior, un pantalón y una camisa. Añado unos zapatos negros y brillantes y por último la chaqueta de lana. ”. Mi abuela decía que nunca venía de más una chaqueta de lana”. Una chaqueta” por si acaso”. Sigo su consejo. Sea el que sea mi destino, en la maleta siempre viaja la chaqueta de lana.
Doy un último vistazo al armario. No quiero olvidar nada. Abro su puerta. Veo mi camisa y veo mi pueblo. Recuerdo las tardes de mi infancia en las que capitaneando un batallón, luchaba por hacerme con la bandera del ejército enemigo. Aquella bandera era el símbolo de su fuerza. Debía robarla para derrotarlos, para humillarlos. Su bandera era roja. Del color de una camisa que cuelga de mi percha. La nuestra azul.
Preparo luego el neceser con las cosas de aseo. La espuma, las cuchillas y la loción para después del afeitado. Mi desodorante, mi colonia y mi cepillo de dientes. Con él en la mano, recuerdo ahora cómo mi madre consiguió que a los seis años comenzara a lavarme los dientes dos veces al día: “Gian Galeazzo, el cepillo de dientes es una varita mágica. Si frotas tus dientes con ella, tus deseos se harán realidad. ¿Has visto como sonríen los que tienen los dientes blancos?”. Nunca se cumplieron mis deseos. Mi sonrisa es blanca. Mi cepillo sigue siendo mágico.
Abro el maletero del coche para colocar el equipaje. Tengo que apartar la caja de herramientas. Nunca he sabido que hace allí. No entiendo nada de mecánica, y ni siquiera sé que herramientas guarda en su interior. Mi padre me dijo en una ocasión que era bueno llevarla “por si acaso”. Desde entonces viaja conmigo. Viaja en un continuo sin sentido. Sólo viaja para nada.
Vuelvo a entrar en casa. Debo asegurarme de que todos los grifos estén perfectamente cerrados. Paso a la cocina. De forma instintiva miro el reloj que cuelga de la pared, al lado del vasar. Las dos y diez. No recuerdo cuando, pero sé que su vida se acabó exactamente a las dos y diez. De cualquier día. De un mes cualquiera. De un año ignorado. A las dos y diez. Su vida se paró a las dos y diez.
El grifo gotea. Su sonido me traslada al despacho de mi padre. En mi memoria aún resuena de forma armónica y acompasada el tac-tac de su metrónomo. Tac-tac. Tac-tac. Ajeno al tiempo, insiste en marcar el compás de una melodía que nunca fue tocada. Cierro la válvula de paso. El instrumento calla.
Paso al cuarto de baño. Aún permanece el olor del gel que utilizo para ducharme. Casi de manera involuntaria levanto el envase que lo contiene y lo acerco a mi nariz. Me encanta su aroma. Huele a fresco, a limpio, a puro. Huele a hierbabuena. Como en el campo.Todo está en orden. Estoy listo para partir.
Busco el llavero. Mi llavero de la suerte. Está bendito por el apóstol Santiago. En él están las llaves de mi coche. Me da seguridad, confianza. Nunca he conducido sin él. Nunca emprenderé un viaje sin mi amuleto.
Arranco. Comienzo el viaje a ninguna parte. Recorro ligero los primeros kilómetros de mi itinerario. Después, prudente, aminoro la velocidad. Estoy más calmado. No tengo prisa por llegar .Nadie me espera. A nadie le importa mi viaje. Soy como mi chaqueta de lana. Como mi caja de herramientas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario