Supe que no había sido una
buena idea entrar en aquel antro en cuanto puse los pies en el umbral y me
encontré delante de las oscuras y pesadas cortinas que ocultaban la entrada,
arrastrado por mis amigos en una de tantas noches de risas y vino. La Caverna,
se llamaba, no sé si por el enésimo homenaje del enésimo fan de los Beatles o,
simplemente, para dar una coartada a un mugriento sótano en el que no se había
invertido mucho en decoración. El caso es que, abotargado por el abundante
trasiego de alcohol de aquella noche y confiado por la presencia de mis amigos,
creí que mi miedo yacería anestesiado en algún recoveco de mi atormentada
mente, o que la decoración de "La Caverna" sería tan burda que, más
que al miedo, movería a la risa. Así que, intentando olvidar mis terrores
pasados, trastabillando y farfullando alguna que otra incoherencia, me
autoproclamé abanderado de aquella alegre pandilla de borrachines, aparté con
teatral decisión las cortinas y, por inercia, di tres o cuatro pasos por un
largo, negro y rocoso túnel, antes de caer de rodillas en el suelo, gritando
aterrorizado y tapándome la cara con las manos, con la pesadilla latiendo como
un negro corazón enloquecido dentro de mi cabeza. Lejos de darme valor, el
alcohol me dejó todavía más inerme y desprotegido, amplificando mi pánico hasta
el punto de quedar paralizado en el suelo. Grité todavía más fuerte cuando
sentí que unas manos me agarraban por los brazos y me arrastraban por el suelo,
hasta que sentí el roce de la cortina de la entrada en mi cara y comprendí que
alguien me estaba sacando a rastras del local, sentándome en un banco de la
calle e intentando calmarme al mismo tiempo. Podía oír dentro del local las
beodas risotadas de mis amigos, riendo ignorantes mi presunta broma. Cuando por
fin pude calmarme, quité las manos de delante de mi cara y me encontré frente a
frente a Vlad, mi viejo, fiable, juicioso y responsable amigo., a quien mi
ataque de pánico acababa de arrancar de golpe de la grata compañía de Baco,
haciéndole compartir conmigo un brusco y desagradable viaje hacia la sobriedad.
Me miraba fijamente a los ojos, en su cara la vieja máscara mezcla de
perplejidad y preocupación que yo tan bien conocía, quizás por ser la persona
que más la provocaba.
-¿Estás mejor, socio? Quizás
deberías dejar de intentar secar La Rioja tú solo. ¿Quieres que llame a un taxi?
Conseguí dominar
paulatinamente mis estremecimientos y temblores y miré fijamente a Vlad.
Nuestra amistad se remontaba a la época en la que nuestros traseros compartían
pupitre en el colegio, y había permanecido intacta a lo largo de más de veinte
años consiguiendo unir regularmente a dos tipos que habían seguido caminos
radicalmente distintos en la vida. Muchas veces me había parado a pensar en los
motivos que mantenían nuestra amistad. Éramos como un racimo del cual se
desprendían más y más amigos, de esos que luego te encontrabas por la calle e
intentaban evitarte, o como mucho musitaban un inaudible y vergonzoso saludo,
azorados ante un encuentro tan fortuito como poco deseado. Pero Vlad y yo
seguíamos viéndonos. Supongo que yo, inconscientemente, anhelaba un poco de la
estabilidad que presidía la vida de mi amigo, un tipo tan feliz, tan centrado y
con las ideas tan claras que, con franqueza, a veces me daban ganas de
abofetearlo sin piedad y sacarle el secreto de su asquerosa felicidad a golpes.
Pienso que Vlad, por su parte, veía en mí la inconsciencia y la total inmadurez
de sus dieciséis años conservada incólume en su amigo de treinta y cuatro, y de
vez en cuando se pegaba el gustazo de correrse una juerga como la de hacía
años, acompañando al viejo Toni en la habitual ruta de antros infames y
lupanares varios que eran el centro de mi existencia. Creo sinceramente que
esas noches de presunta diversión le servían para comprobar lo penoso de mi
existencia de perdedor voluntario e (in)consciente. Así podía dejarme en mi
casa por las mañanas en un estado casi comatoso, balbuceando incoherencias
frente a las viejas fotos de alguna buena chica que había tenido la momentánea
desgracia de cruzarse en mi camino y a la cual yo había fallado
estrepitosamente, y largarse a buscar los brazos de su mujer, con una dosis de
juerga que le duraría para un par de meses. El caso es que ahora lo tenía
delante de mí, y en ese momento supe que tenía que contárselo. Me daba igual
que pensara que mi mente había largado amarras definitivamente hacia el mundo
de la locura. Me importaba un bledo que no me creyera, que no me tomara en
serio, que me recordara por enésima vez que llevaba demasiado tiempo jugando
con mi estabilidad mental. La idea se me fijó en la cabeza mientras oía
nuevamente a mi preocupado amigo.
-¡Reacciona, joder, que me
estás asustando!
Lancé un hondo suspiro, moví
las manos para tranquilizarlo y me sorprendí a mí mismo abriendo la boca y
articulando un discurso pausado, tranquilo y suave, en el que se mezclaban el
anhelo de que Vlad me creyera y la tranquilidad que me producía sacar a pasear
durante unos instantes al engendro que me martirizaba. Sólo cuando miraba la
entrada de "La Caverna" un estremecimiento me volvía a recorrer la
espalda. Vomité mi historia ante la única persona de las que me conocían que
podría creerme, cientos de nubecillas de vaho saliendo de mi boca en aquella
noche surcada por un frío cortante y estremecedor...
"Vlad, te voy a contar
algo que me está corroyendo el alma desde hace unos meses, y esta vez no tiene
nada que ver con las mujeres ni con la bebida –con esta última afirmación capté
definitivamente el interés de Vlad, al que suponía pacientemente predispuesto a
otra sesión de confesiones sentimentales a cargo de su desequilibrado
amigo-.Estos últimos meses he estado más ilocalizable que de costumbre. Cuando
rompí con Paula me quedé bastante hecho polvo, no quise saber nada de nadie que
me recordara esa historia, ni siquiera de ti –mi amigo se encogió de hombros,
haciéndose cargo de la situación, como siempre- Encontré trabajo en una
librería del centro de la ciudad, algo sin complicaciones, simplemente para
pagar el alquiler y las dosis de euforia pasajera a cargo de esa simpática
agrupación de duques, condes y marqueses con denominación de origen que tan
gratos me son. Como puedes suponer, por mi brillantísimo currículo académico y
mis numerosos doctorados –Vlad sonrió ante mi ironía- fui a parar de cabeza al
almacén de la tienda como principal y único responsable del Departamento de
Movimiento Masivo de Enormes Cajas de Libros, que tenía a su cargo varios
departamentos más, todos relacionados con tareas eminentemente físicas, y que
también me tenían a mí como único responsable. El almacén estaba situado dos
pisos por debajo del nivel de la calle y era enorme, una gran nave de la cual
partían dos anchos pasillos que daban acceso a los vestuarios y la sala de
máquinas, por un lado, y a los despachos y oficinas por el otro. Yo trabajaba
en la nave grande, rodeado por cientos y cientos de libros, que si bien al
principio habían llamado poderosamente mi atención –ya sabes lo mucho que me
gusta leer- había acabado por ignorar, o intentar ignorar, ya que rara era la
semana que no compraba dos o tres, y mi exiguo sueldo se resentía
considerablemente. Mi horario comenzaba a las dos de la tarde y finalizaba a
las diez de la noche, cuando se cerraba la tienda, un horario que me permitía
entregarme a mis pequeñas dosis de autodestrucción nocturna y recuperarme
razonablemente por las mañanas para llegar de nuevo al trabajo en un estado más
o menos presentable. El personal de oficinas se iba a las siete de la tarde, y
durante esas tres horas yo era la única persona que trabajaba en aquella
inmensa nave, trajinando con cajas y libros, y sintiendo siempre el continuo
zumbido del aire acondicionado en mis oídos. Sólo de tarde en tarde bajaba
algún empleado de la tienda a buscar algún libro, o simplemente a charlar un
rato conmigo, más por escapar de la pesadez de los clientes que por la enjundia
de mi conversación, pero la mayor parte del tiempo trabajaba solo, un trabajo
monótono que normalmente me permitía aislarme de lo que sucedía tras la puerta
de acero del almacén, trabajando de una forma mecánica y monocorde, fumando y,
en ocasiones, bebiendo el cava barato que se servía en las presentaciones de
los libros y que algún inconsciente había dejado bajo mi responsabilidad,
aunque el sabor de aquel brebaje tampoco me predisponía a grandes alegrías
etílicas. El caso es que en aquella tienda había encontrado cierto orden frágil
e inestable dentro de la caótica vorágine en que se había convertido mi
existencia.
Como ya te he dicho, de
tanto en tanto bajaba al almacén algún empleado de la tienda, por motivos no
siempre relacionados con el trabajo. De entre todos, a quien más solía ver por
mis dominios subterráneos era a J., cuyas amplísimas y no muy bien delimitadas
funciones en la tienda le permitían moverse por la misma a sus anchas sin tener
que dar demasiadas explicaciones de sus movimientos... Entre los dos había
nacido casi instantáneamente una fuerte corriente de simpatía, y era una de las
pocas personas que lograba arrancarme una sonrisa incluso en mis peores días.
Aquel tipo había nacido prácticamente en la tienda, y conocía al dedillo todos
sus recovecos. Supe de la existencia del túnel un día que, entre los dos,
movimos unas enormes pilas de cajas amontonadas en un cuartito situado en una
esquina del almacén, justamente en la parte opuesta a las oficinas y a la
salida hacia la tienda. El caso es que, al mover las cajas, donde yo esperaba
ver la pared del cuartito apareció un tramo de escaleras que descendía un par
de metros hacia un pequeño rellano, a la derecha del cual se abría la entrada a
un túnel excavado en la tierra cuyo final yo no acertaba a distinguir. De la
entrada del túnel surgía un desagradable olor a fango corrompido, a aire
viciado, a lobreguez. J. me miró, sin duda divertido ante mi sorpresa y
perplejidad, soltándome a bocajarro un detallado y farragoso muestrario de
todas las explicaciones humorísticas que había imaginado para justificar la
construcción de aquel extraño túnel, antes de concluir que no tenía ni idea de
las causas que habían motivado su excavación. Sólo acertó a explicarme que el
túnel corría paralelo a la pared del fondo del almacén, bajo la calle, acabando
en otras escaleras similares a las que habíamos dejado al descubierto y que
finalizaban en una pequeña puerta también cegada por cajas de libros y paquetes
de bolsas de plástico. Según él, a unos diez metros se abría hacia la izquierda
otro pequeño túnel, perpendicular al primero y de unos dos metros de longitud,
sin salida, como si su excavación se hubiese interrumpido abruptamente. Siempre
había sentido cierta aprensión hacia las cuevas, por pequeñas que fuesen,
naturales o artificiales, pero en aquella ocasión pudo más mi curiosidad, y di
un par de pasos dentro de la oquedad, cubierta por una espesa capa de
telarañas. El olor a limo pútrido era allí más intenso. El pasadizo era
estrecho, un túnel artificial sin ningún tipo de instalación eléctrica, ni
cable, ni respiradero, nada que justificase las molestias de perforarlo. Sólo
una larga, húmeda, sucia y estrecha cueva artificial que contrastaba
poderosamente con el enorme y aséptico almacén del cual sólo la separaba una
pared. Me sobrecogió la sensación de extrema soledad y desamparo que
experimenté en el umbral de aquel túnel, y recuerdo que pensé que podría
enloquecer si alguien me encerrara allí dentro, aunque sólo fuese durante unos
minutos. Giré la cabeza y observé a J., mi compañero, que observaba la entrada
con la misma expresión de indefinible temor que estaba seguro se reflejaba en
mi rostro. Antes de girarnos los dos hacia los escalones y volver en silencio
hacia el almacén, me fijé en un detalle que, en aquel momento, sólo catalogué
como un dato curioso, un detalle que ahora me llena de pavor y horror. Las
paredes de la cueva, por lo menos hasta donde yo alcanzaba a verlas, estaban
ennegrecidas, como si alguien hubiera encendido un gran fuego dentro del túnel,
cosa que en aquel momento me pareció tan sin sentido como la construcción del
mismo.
Yo hubiera vuelto a cegar la
entrada a la cueva inmediatamente con decenas, cientos de cajas y bolsas, y
estoy completamente seguro de que J. hubiera secundado con entusiasmo mi idea,
pero nuestro jefe quería inventariar las bolsas y tuvimos que dejar libre
acceso al pútrido túnel. Sería cosa de un par de días, y me resigné, añadiendo
el malestar y la desazón que aquella situación me producía a tantas otras
sensaciones negativas que por aquel entonces campaban a sus anchas por mi
mente.
Todo ocurrió el día
siguiente. Yo siempre había pensado que ese tipo de cosas necesitan su tiempo,
generar una serie de indicios, provocar una situación de desazón paulatina en
la víctima, hacerle dudar de sus sentidos hasta conducirlo hacia una traca
final de horror y espanto. Pero estaba equivocado. Eso sucedió de repente, sin
previo aviso. Y yo no era ninguna víctima. Simplemente, estaba una vez más en
el lugar y momento equivocados.
Ese día amaneció lluvioso,
no con la lluvia fuerte, espesa y fresca que limpia y deja olor a tierra mojada
incluso en el negro y sucio corazón de una gran ciudad. Unas negruzcas nubes
destilaban una fina y caliente llovizna que dejaba una película oleaginosa y
resbaladiza en las aceras de la ciudad y una pátina de mal humor en las almas
de los viandantes. Entré en el almacén a las dos de la tarde, chafado por el
terrible bochorno de un mes de julio y con la ropa pegada al cuerpo como una
caliente funda de tela. El aire acondicionado no funcionaba, y la ausencia de
su zumbido contribuía a hacer del almacén un sitio ominoso y tétrico, como una
gigantesca tumba cuyo silencio absoluto sólo era roto por el ruido del agua al
circular por las cañerías del techo. Veía en la esquina del almacén la puerta
del cuartito, y un escalofrío recorría mi espalda al imaginar los cuatro
peldaños que descendían hacia la boca del túnel, con sus paredes renegridas y
calcinadas. Comencé a trabajar compulsivamente, pensando que el trajín me
distraería de mis temores, pero no podía dejar de pensar en la negra herida que
corría tras la pared del almacén, solamente a un par de metros de donde yo
tenía mi mesa. La mitad del personal de la tienda estaba de vacaciones, y los
que quedaban estaban demasiado atareados o demasiado agotados como para bajar a
charlar conmigo. Incluso J. tenía fiesta aquel día, por lo cual tenía el
almacén para mí solo, precisamente el día que menos deseaba la soledad. A eso
de las nueve de la noche subí las dos plantas de la tienda para tirar unos
cartones en el contenedor de la calle. La pegajosa llovizna de la tarde había
derivado en una furiosa tormenta. Un cielo negro y encapotado vomitaba
furiosamente espesas cortinas de agua, y a cortos intervalos de tiempo
trallazos de electricidad preludiaban el estampido colérico de unos truenos
potentes como no recordaba hace tiempo. Recuerdo que pensé que aquella tormenta
era lo más parecido a un bombardeo nocturno sobre la ciudad, y estuve haciendo
cábalas durante unos instantes sobre el sitio donde me escondería si de repente
comenzaran a caer bombas cerca. Ahora, aquellos pensamientos me parecen
extrañamente premonitorios.
Bajé al almacén a eso de las
nueve y cuarto de la noche, cruzando una tienda semivacía, sólo ocupada por dos
o tres empleados contratados para suplir al personal de vacaciones. Desde mí
puesto de trabajo me llegaba el sonido de los estampidos de los truenos,
amortiguados por los dos pisos que había por encima del almacén. Más o menos a
las nueve y media, cuando sólo me quedaba media hora para largarme, comenzó el
apagón. Una oscuridad total se adueñó del almacén. Solamente brillaba muy
débilmente una luz de emergencia situada sobre la entrada al cuartito de la
cueva, con una fosforescencia lechosa que la dotaba de una atmósfera lóbrega e
irreal, que sólo permitía distinguir muy vagamente los contornos de las cajas
que estaban a su alrededor.
Por aquellas fechas, estaba
intentando dejar de fumar, por el científico método de esconder mechero y
cigarrillos en lugares extraños, con la intención de no encontrarlos cuando las
ganas de fumar se hicieran muy intensas. Normalmente siempre los encontraba,
era para lo único que tenía algo de memoria, por lo que seguía fumando como
siempre. Pero en aquella ocasión no hubo manera. Busqué en mis cubetas como un
loco, intentando localizar mi mechero para acceder a la puerta del almacén sin
tropezar ni golpearme con nada, los nervios a flor de piel, intentando no mirar
hacia la espectral entrada del cuarto, preso de un progresivo pánico que se
enseñoreaba de los territorios de mi mente donde se suponía tenía que reinar la
lógica y la serenidad. Fue mientras buscaba frenéticamente el mechero cuando
aquel horrible olor inundó el almacén, dejándome clavado en el sitio. Olía a
quemado, pero en ningún momento pensé en un cortocircuito o en un incendio.
Ojalá hubiera sido eso. El olor que me hacía temblar y respirar rápida y
entrecortadamente era olor a carne quemada. Sólo podía pensar en gente
ardiendo, incendios en discotecas, los cuerpos calcinados y horriblemente
retorcidos de los cadáveres de aquel camping arrasado por una gigantesca nube
de gas abrasador, herejes en la hoguera gritando enloquecidos de dolor, madres
con sus hijos saltando envueltos en llamas desde pisos ardiendo. Un humo
espeso, ocre, químico, invadió el almacén, y de pronto una extraña y vívida luz
comenzó a salir del cuartito del túnel. Era una luz cambiante, como proyectada
por una inmensa hoguera que alguien hubiera encendido dentro del túnel, una luz
que se deslizaba entre el humo creando una niebla fosforescente y espectral,
que difuminaba los objetos, permitiendo apenas entrever sus formas. Fue
entonces cuando las cosas comenzaron a salir del cuarto, apenas entrevistas
entre la espesa humareda, pequeñas, negras, horribles parodias de diminuto
cuerpo humano de miembros retorcidos y humeantes. Ni siquiera noté el caliente
flujo de orina deslizarse por mis piernas. No podía apartar la vista de
aquellas horribles cosas que avanzaban hacia mí, apartando penosamente las
cajas con aquellos sarmentosos dedos calcinados. En lo que era, o había sido la
cabeza brillaban dos ascuas incandescentes inyectadas en sangre, y una horrible
abertura sanguinolenta dejaba escapar gemidos semejantes a los de un agonizante
presa de espantosos dolores. Conseguí retroceder un par de metros antes de
volver a quedar paralizado de terror. Aquellas cosas estaban frente a mí. Noté
docenas de puntos rojos fijados en mí, los enloquecedores gemidos de aquellas
criaturas llenaban el almacén de una sinfonía de dolor y locura. Pensé que iban
a atacarme, a despedazarme, a arrastrarme con ellos a la cueva, a algún pozo que
comunicaba directamente con el infierno, pero entonces comenzaron a cogerse de
la mano, entrelazando penosamente aquellos dedos deformados y retorcidos,
alineándose, formando en pocos segundos tres o cuatro organizadas filas, como
una horripilante remedo de una compañía militar preparada para pasar revista o
para desfilar, o como...¡¡Dios, de pronto lo comprendí!! Grité y grité frente a
aquellas desdichadas criaturas, enloquecido por la verdad que se abría paso en
mi mente, y los gritos me dieron la fuerza suficiente para salir corriendo de
aquel maldito lugar, golpeándome contra cajas, columnas, qué se yo. Abrí como
pude la puerta del almacén y avancé entre el viscoso humo que llenaba la
tienda. Avanzaba por la tienda desierta y los libros y las estanterías
comenzaban a arder a mi paso, pero yo sabía que ni aquel humo me asfixiaría ni
aquellas llamas me quemarían. Sería algo más sutil lo que me ahogaría y
quemaría hasta el fin de mis días. Por fin, la mano enguantada de un bombero me
sujetó por el hombro y me arrastró hacia la calle, donde mis asustados
compañeros observaban el súbito, inexplicable y voraz incendio que estaba
arrasando la tienda hasta los cimientos. En esas circunstancias, mi estado de
nervios pasó completamente desapercibido. Creo que fui el único que vio,
mientras me arrastraban hacia la ambulancia, a aquel grupo de cosas negras
intentar avanzar entre las llamas hacia la salida, desorientados en un sitio
que ya no les era familiar".
Apenas habían podido musitar
las últimas palabras, sobrecogido por sollozos entrecortados. Vlad me miró,
callado, observando los regueros de lágrimas que se deslizaban por mi cara,
hasta que conseguí calmarme.
-Eso es todo. Como te he
dicho antes, finge que me crees, aunque pienses que estoy loco. Ayúdame a soportar
este espanto.
-Te creo, amigo – si era una
actuación, era bastante buena-, por lo menos creo la mayor parte de lo que me
dices. Pero hay una cosa....
Sí, ya sé a qué te refieres.
Pensé que no me lo preguntarías, de hecho me hubiera gustado que no lo hicieras,
pero veo que tu curiosidad es más grande que tu horror. A mí me pasó lo mismo.
Aunque ya sospechaba el porqué del extraño comportamiento de aquellas
criaturas, quise saber más. He estado investigando un poco por mi cuenta,
buscando la confirmación a mis sospechas. Ojalá no lo hubiera hecho. Ese
edificio no ha sido siempre una librería, ni siquiera una tienda. Hace unos
cincuenta años también había libros, sí, pero eran los que estudiaban los niños
de la escuela del Internado–el rostro de mi amigo palideció intensamente,
intuyendo la terrible verdad-. He visto la foto en viejos periódicos de la
época, durante la Guerra Civil española, y he hablado con un par de maestros
que, para su desgracia, han sobrevivido a aquel espantoso acontecimiento. Fue
un hecho acallado, como tantos otros, por las fuerzas de ocupación nacionales.
La mayor parte de los niños que asistían al colegio del Internado eran hijos de
dirigentes republicanos. Cuando las tropas nacionales entraron en Barcelona,
unos cuarenta niños permanecían en el colegio; sus padres, que no habían podido
huir a tiempo, temían represalias por parte de los vencedores, y querían
mantener a sus hijos alejados de ellos durante un tiempo. Fue un inmenso error.
Un cuerpo de requetés borrachos de aguardiente y victoria entró en el colegio y
lo arrasaron a sangre y fuego. Machacaron a golpes a los profesores y los
obligaron a bajar al sótano, justo donde se encontraba el almacén de la tienda.
Uno de ellos llevaba un lanzallamas –en los ojos de mi amigo se reflejaba un
espanto sin límites-. . Los profesores les suplicaron que dejaran marchar a los
niños, arracimados muertos de miedo en un refugio antiaéreo excavado a toda
prisa durante el último mes, pero ellos iban demasiado borrachos, eran demasiado
fanáticos, y se burlaron de ellos, escupiendo proclamas fascistas y gritando
que iban a acabar con toda la prole roja sobre la faz de la tierra. El soldado
del lanzallamas estuvo media hora vomitando fuego dentro de aquel túnel. El
maestro que me lo explicó lloraba al contármelo. Me dijo que los gritos de
aquellos niños no le habían permitido una noche de paz en cincuenta años, y el
pobre hombre no sabía que estaba describiendo también mi futuro. Supongo que ya
sabrás qué eran esas cosas calcinadas que salieron de su refugio y se alinearon
frente a mí en el almacén, en filas, como hacían siempre, creyendo que por fin
un profesor había venido a sacarlos de allí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario