-A mí me gusta la forma en
que matas: rápido, seco, como si le metieras la muerte adentro y les calzara
perfecto –dijo Vlad.
Era la primera vez que
escuchaba a mi primo elogiarme. No hice ningún comentario acerca de su
afirmación porque me entretuve en mis pensamientos. Nunca antes lo había
considerado, pero sus palabras eran ciertas. Yo mataba rápido, de un golpe
certero, justo, sin más movimientos que los estrictamente necesarios. La
mayoría de las veces mis víctimas no llegaba a decir nada, mucho menos
gritaban. Me bastaba una puñalada profunda, un poco más arriba de la boca del
estómago –a veces me veía obligado a hacer un leve movimiento hacia arriba- y
entonces aparecía esa mancha roja y fluida que les salía de entre los labios,
ahogándolos. Se desplomaban como si fueran enormes muñecos de piedra que
repentinamente perdían el equilibrio. Nunca me jacté de hacer bien mi trabajo.
Sabía que a matar se aprende. Ahora sé que a todo se aprende en la vida,
incluso a morir. Entonces no lo sabía. De haberlo sabido no hubiera tenido
tanto pudor en esgrimir la muerte, ni me hubiera esforzado en que fuera lo
menos doloroso y lo más deprisa, como para que no se dieran cuenta que la vida
se les iba. De haberlo sabido seguramente no me hubiera importado hacer como
esos que cuando asesinan parece que les hacen estallar la muerte dentro a los
otros y la sangre salta para todos lados, como si los cuerpos la escupieran
mientras se retuercen como pescados en un fregadero.
Aquellas palabras de Vlad
fueron pronunciadas la misma noche en que entramos a una casa a robar y no me
quedó otra alternativa que matar al sujeto que vivía ahí. Poco había de valor
en ese lugar. Apenas sacamos unas pocas prendas de abrigo y una caja llena de
lo que parecía ser instrumental médico. Sólo eso pudimos llevarle al gordo
Segura, un tipo obeso, siempre sudoroso y desprolijo, que tenía una panadería
cerca del puerto donde íbamos a venderle las cosas que robábamos. Vlad se quedó
con una lapicera dorada que le gustó. Yo me quedé con un tatuaje. Mientras mi
primo revisaba el muerto para ver si tenía alguna cadena de oro, vi que sobre
el hombro llevaba un dibujo que me pareció muy bonito. Era un círculo dentro
del cual destacaban unas manchas oscuras. Los bordes del círculo estaban llenos
de símbolos extraños entre losque figuraba algo como una huella. Tan atraído me
sentí que abrí puertas y cajones hasta encontrar un papel y con la lapicera que
Vlad había puesto ya en su bolsillo, comencé a calcar el dibujo. Dos días
después yo tenía mi tatuaje en el mismo lugar que la víctima.
Cuando fuimos a ver al gordo
Segura, su despacho estaba repleto de cajas de computadoras. Me sentí ridículo
con nuestro magro botín. Bebimos vino en unos vasos grasientos y nos ofreció
que lleváramos un contrabando hasta el puerto de Mazarra, en la selva. Primero
había que transportar la carga en un camión hasta Santa Elena, allí conseguir
un bote y subir por el Río Blanco hasta tomar una de sus vertientes, el
Guaribo. Entre una cosa y otra nos ocuparía un par de semanas. Nunca había
hecho algo así, no era lo mío. Pensé que había demasiadas cosas que yo no podía
controlar, así que no quise hacerlo.
-Mira pibe, estás metido en
la mierda hasta el cuello, así que te conviene aceptar –dijo el gordo sin
alterarse, como si fuera un amigo que da un consejo.
En verdad, el gordo Segura
me necesitaba, conocía muchos ladrones pero éste era un trabajo en el que había
que matar si hacía falta. De todas maneras, no tenía por qué desesperarse,
tenía todas las de ganar. Sabía de mí más de lo que yo hubiera querido. Tenía
deudas de juego con un fulano y ahora estaba buscándome para que le pagara. El
gordo se había enterado. Si abría la boca y les decía como encontrarme, la iba
a pasar muy mal. El dinero que nos ofrecía no era demasiado, pero servía para
cubrir esa deuda. Era eso o, en el mejor de los casos, una paliza y algún que
otro dedo quebrado. Terminé por aceptar.
Vlad vendría conmigo.
También iría un tal Tachuela, uno de los hombres de Segura. Como yo prefería
tener alguien que supiera manejar un bote y en quien poder confiar hablé con el
Nico, uno que conocí en prisión y que de vez en cuando robaba con nosotros.
Cuando no hacía eso estaba trabajando en algún barco pesquero. No quiso aceptar.
-Ni loco me meto en el
Guaribo. Es peligroso.
-No seas tarado.
-Mi madre me decía que
cuando era chica escuchaba a mi abuelo contar cosas de ese río.
-¿Vos también crees esas
pelotudeces?
-Tómalo como quieras, pero
yo no voy. –el Nico apuró lo que le quedaba de caña con limón y se fue.
Como no conseguí a nadie
más, tuve que conformarme con el tal Tachuela. Era un tipo sumamente callado y
tan opaco en los gestos que uno nunca podía saber qué estaba pensando. Al menos
alguna vez había estado en un bote.
A no ser por la incomodidad
de viajar en la parte de atrás del camión sintiendo frío porque lloviznaba, y
la lona del camión no servía para dar calor, no hubo mayores inconvenientes. En
Santa Elena el bote ya estaba esperando.
El Río Blanco es amplio, de
aguas serenas pero con corrientes que permiten que una embarcación pequeña
viaje rápido. El ruido del motor de nuestro bote era casi lo único que se
dejaba escuchar entre el monótono canto de las aves. El Guaribo, en cambio, es
más estrecho, de un agua oscura y espesa por la cantidad de lodo. Poca luz se
filtra por entre los enormes árboles que se extienden sobre la orilla. Si bien
es cierto que no me creía todas las leyendas que se tejían en torno a ese río,
no podía dejar de reconocer que era fácil que existieran esas historias siendo
el río tan sombrío y desagradable.
Aún no llevábamos ni la
mitad del Guaribo transitado cuando una tarde, al anochecer, mientras yo
tamborileaba con las manos sobre unas cajas al ritmo de la música que salía de
la radio, la voz de Vlad nos llamó la atención:
-¡¿Y estos quienes son...
los amigos de Pocahontas?! –dijo sin que su mirada saliera de la incredulidad
al ver aquellos seres que parecían salidos de la edad de piedra.
En cada orilla había una
multitud de hombres, uno al lado del otro siguiendo el contorno de la costa.
Por única ropa llevaban una especie de taparrabos. La piel tenía un color gris
azulado, como si se hubieran pintado con ceniza coloreada. De pronto uno de
ellos, con su arco, lanzó una flecha cuya punta llevaba fuego. El silbido de la
antorcha pasó muy cerca de nosotros. Vlad atinó enseguida a tomar el arma que
llevaba consigo, pero fue algo inútil. Una feroz lluvia de llamaradas nos hizo
imposible permanecer en la endeble embarcación. Estábamos demasiado indefensos
allí.
Equivocado o no, lo único
que atiné fue a tirarme al agua. Sentí que detrás de mí otro cuerpo había
tomado la misma determinación. Reconocí que era Vlad. No supe entonces que pasó
con el tal Tachuela. Mientras nadábamos pude escuchar cómo se incendiaban las
cajas de madera que llevábamos. Me detuve y vi el bote en llamas. El cuerpo del
Tachuela colgaba de la embarcación, enganchado el pie en una cuerda. En su
espalda se había clavado una flecha de fuego que empezaba a encenderle la ropa.
Vlad y yo continuamos
nadando. No en dirección a la costa, sino que nos ayudamos a avanzar con la
corriente, tratando de alejarnos cuanto nos era posible. Recién cuando por fin
nos sentimos seguros y estuvimos al borde de nuestras fuerzas, nos dirigimos
hacia la orilla.
Estábamos tratando de
secarnos y encontrar la manera de salir de allí cuando aquellos extraños seres
nos rodearon y nos apresaron con sus fuertes manos. No los escuchamos llegar. Parecía
que no hacían el menor ruido en ese suelo que crujía bajo nuestros pies, como
si fueran hábiles cazadores o presas muy cuidadosas. Intentamos resistirnos
pero fue inútil. En el forcejeo alguien vio mi tatuaje y, poniendo una mano a
los costados de la boca, lanzó un chillido enorme y profundo que pareció
rebotar en las copas de los árboles. Entonces todos se inclinaron como en una
reverencia, llevando sus rodillas a tierra. Quienes me sujetaban, dejaron de
hacerlo.
-Mira vos cómo te quieren
los muchachos–dijo Vlad en su tono burlón tan característico- Si no sacamos
ventaja de esta, no la sacamos más –agregó en voz baja, inclinándose hacia mí.
Cuando terminó la
reverencia, desgarraron la camisa de Vlad pero no encontraron ninguna marca.
Uno del grupo se acercó y me dio un cuchillo. Entendí que quería que matara a Vlad.
Debía hacerlo. No dijo una sola palabra, pero algo dentro de mí comprendió eso
con lujo de detalles. Giré lentamente hacia Vlad, empuñando la pesada hoja de
metal.
-¿Qué vas a hacer? Mira que
no tengo ganas de jugar a los cirujanos –dijo Vlad. No podía evitar sentirse
temeroso de que lo sostuvieran como a un animal que van a desollar.
-Confía en mí.
-¿Pero qué vas a hacer con
eso?
-Confía en mí, por favor
¿Puede ser?
-Está bien, está bien....
–me dijo, resignándose.
Esperé hasta que mi mirada
fue capaz de transmitirle seguridad y entonces, cuando menos lo esperaba, clavé
el cuchillo en su cuerpo. Murió de inmediato. Supuse que terminó de la manera
en que él más admiraba. Aunque ahora estaba sólo, había salvado mi vida y
ganado tiempo para pensar cómo salir de allí. Unos hombres se llevaron el
cuerpo, arrastrándolo. Nosotros nos dirigimos en otra dirección. Nunca me
interesó saber qué hicieron con el cadáver.
Mientras caminábamos me di
cuenta que sobre el hombro, en el mismo lugar en que yo tenía el tatuaje, ellos
tenían una marca, una especie de arañazo, como si fueran marcas dejadas por
unas pezuñas enormes. No hablaban ni emitían sonido alguno, aunque a veces se
miraban y hacían gestos como de haber dicho algo.
Me condujeron hasta una
pequeña aldea cuyas construcciones estaban hechas con tierra y madera. Me
asombró la altura y lo bellas que eran, aunque presentaban claros síntomas de
deterioro. Trajeron una enorme silla de madera y me sentaron delante de una de
esas torres amarronadas. Algunos que tenían flautas y tambores, comenzaron a
hacerlos sonar. Otros danzaban. Hombres y mujeres se movían por igual. Me
trajeron frutas y un cuenco con un sabroso licor. Cada tanto los bailarines se
trenzaban en furiosas peleas que más de una vez concluyó con la muerte de uno
de ellos. Supongo que en ese momento me asombré, aunque ahora no recuerdo
haberlo hecho. Recuerdo sí que el matador dejaba siempre el cadáver delante de
mi silla. Los que bailaban se acercaban poco a poco al muerto y hundían sus
furiosos dientes en la carne, arrancaban un mordisco y lo escupían sobre el
fuego. No me gustaba el olor que se desprendía. No sabía qué debía hacer, qué
esperaban que yo hiciera. Intenté que no se dieran cuenta de mis dudas. Temí
que de no hacer lo correcto me fuera imposible salir de allí con vida.
Estaba en esos pensamientos
cuando padecí un gran mareo. Supongo que me quedé dormido. Cuando desperté
había cinco hombres en torno a mí. Eran como los demás, pero de rasgos más
delicados y no llevaban ningún tinte en la piel. Me pidieron que fuera con
ellos y así lo hice. Tampoco hablaban con sonidos. Vi que los hombres y las
mujeres de la aldea estaban tirados en el suelo. Supuse que estaban dormidos,
aunque las posturas eran tan ridículas como las de los muertos. Aún sobrevivían
mustiamente algunas fogatas. La claridad del alba comenzaba a inundar las
cosas.
Noté que estos hombres
tampoco hacían ruido al caminar. Me llevaron a otra aldea. Era igual que la
anterior, pero más bonita y cuidada. Todos allí tenían los rasgos y los gestos
más delicados quelos del primer grupo. Me condujeron hasta el más anciano de
todos. Me dijo, haciendo resonar dentro mío mi propia voz, que ellos sabían que
llegaría. Hacía ya mucho que me esperaban. Se alegró de que por fin estuviera
entre ellos, pues todavía había tiempo. Agradecí y no dije nada más, como un
jugador de ajedrez que mueve una pieza para hacer que el oponente deje al
descubierto su estrategia.
Durante los siguientes días
permanecí dentro de la choza que me asignaron, descansando y pensando cómo
haría para salir de todo eso. Comía, dormía y las mujeres venían a untarme el
cuerpo con aceite perfumado y hacerme masajes mientras cantaban y quemaban
dulces pétalos en cuencos de barro. Ninguna de ellas quiso hacer el amor
conmigo, aunque por las risitas era evidente que les gustaba ver cómo sus
masajes y palpaciones a veces ponían rígido mi miembro. También pasaba parte
del día jugando con los niños que venían a visitarme. Con un gran cuchillo les
hacía toscas figuras de animales en madera.
Pasó un tiempo (desde ese
instante me di cuenta que había perdido la noción del tiempo) hasta que me
llevaron ante un grupo de siete ancianos. Me aseguraron que yo era el único
indicado para poder salvarlos, que de mí dependía la supervivencia del grupo.
De lo contrario deberían regresar para siempre a las selvas más oscuras y
dañinas que se pudiera imaginar. Pude sentir el dolor que eso significaba. Me
aseguraron que me enseñarían muchas cosas hasta que yo fuera tan poderoso que
pudiera cumplir mi misión. Me prometieron despertar en mí potestades profundas
y hermosas.
Esa noche no hubo niños que
se quedaran a dormir en mis habitaciones. En cambio, una bella muchacha vino a
entregarme su cuerpo. Me explicó que durante todo el tiempo que durara la
cópula yo debía repetir el sonido de cinco letras que hizo resonar en mis
oídos, en mi sangre, en mis huesos. Me explicó la entonación con la que debía
realizarse. Debía hacerlo, era imprescindible que lo hiciera. Por supuesto, el
deseo de su carne joven, me distrajo. Demasiado pronto, sin que yo lo pudiera
contener, me derramé dentro de ella. La muchacha comenzó a moverse presa de un
espasmo y finalmente quedó completamente rígida. Sus ojos abiertos tenían la
profunda desesperación de un grito que no podía dar. De su pétrea consistencia
emanó un calor indescriptible, hasta que se prendió fuego. No hice nada para
impedirlo, aunque puede que esto último no sea cierto. Recuerdo estas cosas con
una tranquilidad que seguramente no fue mía, como si todas las perturbaciones
hubieran sido vividas en la más absoluta serenidad. No me extraña eso, ni que
use palabras que me eran ajenas pues ahora que no estoy completamente en mí
experimento una comprensión que nunca tuve.
Nadie me culpó por lo
ocurrido, sólo yo me acusaba. Mi angustia y mi miedo eran horribles. Advertí
que ya no era el mismo. Más de una vez había forzado a una mujer y nunca me
importó el dolor o el asco que sintieran. Sin embargo, me inquietaba ser el
culpable de una muerte tan extraña. Me resultaba horrible pero también
delicioso, debo confesarlo. Me pareció estar cercano a secretos enormes y
magníficos. Fue entonces que me aproximé a la delicia de sentir que albergaba
poderes increíbles.
Luego de eso hubo más niños
que de costumbre. Todo el tiempo jugábamos. Ellos continuamente repetían y me
hacían repetir las cinco letras, enseñándome a tener un solo pensamiento por
vez. Con ellos aprendí muy rápido. Sólo cuando logré permanecer con el mismo
pensamiento durante horas, tuve la visita de otra mujer. Era la hermana de la
muchacha que mi lujuria había convertido en ceniza.
-Soy la otra mitad del
secreto –me dijo- No hay qué temer. Ahora tú mismo tienes la otra mitad de ti.
Esa noche, cuando supo que
estuve a punto de derramarme, me susurró al oído los movimientos que debía
hacer y entonces sentí la intensa plenitud del goce como lenguas de fuego que
se desparramaban en todas las direcciones, rodeándonos, envolviéndonos. Pero
nada salió de mi cuerpo. No experimenté ni el más mínimo cansancio. Ella me
indicó como hacer para beber todo el fuego, toda esa energía que se había
creado.
La reiteración de estos
rituales amatorios hizo que yo comenzara a crecer más allá de los límites de mi
cuerpo. Eso me dio la facultad de aprender cosas que hasta ese momento no había
ni tan siquiera sospechado. Podía usar mis pensamientos para mantenerme dentro
de las piedras, de las plantas y de los animales y conocer cada una de sus
sensaciones.
Si bien nadie podía entrar
en los pensamientos de los demás hombres, un día el más anciano me permitió
permanecer en los suyos y así comprendí los mayores secretos de ese pueblo. No
pertenecían a este mundo, sino a un lugar donde la magia, es decir la sabiduría
sin razonamiento, nacía ya dentro de cada uno. Aún estaban a medio camino entre
ambos sitios. Tenían su parte importante dentro de la infinita lucha cósmica
entre el bien y el mal. Eran los encargados de dotar al planeta de nuevas
propiedades, necesarias para el desarrollo de los futuros acontecimientos
dentro de miles de años, generando nuevas especies de plantas con propiedades
más poderosas que las existentes hasta ahora. Habían sido enviados por seres
superiores a los cuales se refirieron como los hermanos mayores de toda luz.
Sin embargo, toda buena acción también despierta el mal. Los señores de la
oscuridad desplegaban sus fuerzas en contra de ellos. Les enviaban a un ser
cuyo nombre me fue revelado pero sólo con la condición de que lo mantuviese
absolutamente oculto, aún a mí mismo, pues cualquier invocación -por pequeña
que fuera- hacía crecer sus poderes.
Esa singular entidad había
adoptado la forma de una bestia feroz y sanguinaria. Cada cierto tiempo se
presentaba y despedazaba a los integrantes de la tribu de una manera espantosa,
sometiéndolos a un dolor y un terror indescriptibles, de tal manera que accedía
a sus peores pensamientos y de allí se alimentaba. De esa forma continuaba
creciendo y tornándose más bestial. Sólo cuando todo el mal que podía sacar de
ellos se había cumplido, entonces el bien que había en sus corazones podía
vencerlos. Los salvajes de ese pueblo, que eran quienes me habían capturado, se
comportaban como animales y se permitían cualquier depravación. Habían resultado
heridos por la bestia en anteriores incursiones, sin poder obtener la
purificación de la muerte. Estaban cruelmente contaminados. Me salvaron la vida
porque creyeron que era un emisario del abominable monstruo.
Todo el bien del que eran
capaces no hacía que la bestia se extinguiera, apenas si lo debilitaba
temporalmente. Cuando esto ocurría el poderoso engendro se retiraba a sus
fétidas moradas y sacaba nuevas energías de la putrefacción hasta que se
tornaba lo suficientemente poderoso para volver. Existía únicamente una forma
de vencerlo y sólo podía realizarla quien tuviera contacto con ambos mundos y
conociera tanto el bien como el mal. Por ese motivo habían entrenado mis
pensamientos, haciendo crecer mi energía. El tiempo del gran encuentro se
acercaba. Entonces comencé a ser adiestrado en enfrentar el temor sin temerlo.
Un día se empezaron a
escuchar alaridos entre el follaje de la selva y venía desde allí un olor
nauseabundo que destruía por completo los troncos de los árboles. Las entrañas
de los salvajes comenzaban a ser devoradas por el nauseabundo animal de la
oscuridad. Los siete ancianos se presentaron ante mí y me dijeron que la hora
era cumplida. Sólo yo podía realizar la gran tarea de destruir al poderoso hijo
de lo fétido. Para ello debía concentrarme en el nombre secreto de la bestia y
permaneciendo donde él vivía debía llenar ese recinto con toda la luz de los
fuegos que yo había aprendido a generar haciendo el amor a una mujer. Al
concentrarme en él mis pensamientos lo harían crecer, pero sólo lo que da vida
puede quitarla.
Me dieron a beber un líquido
amargo y de color verde. Tenía sabor a raíces. Me dijeron que poco a poco mi
cuerpo se iría adormeciendo, pero que no me distrajera de mis tareas. Tras
beber la espesa bebida comencé a sentir un sopor a la vez que comenzaba a
deslizarme por un larguísimo túnel, como si viajara lejos de mi cuerpo.
Mientras iba haciendo ese viaje, escuchaba a los ancianos que continuaban
hablándome, explicándome lo que veía, guiándome, infundiéndome tranquilidad.
Así los escuche repetir que sería el único que podría vencer al repugnante
animal de la oscuridad. Pero toda gran proeza siempre está al borde de un gran
fracaso. De no vencer, ellos serían devorados por la bestia y tal vez tardaran
millones de años otros seres en regresar a este mundo a continuar con su tarea.
Eso sin contar que el poder de este ser infame sería mayor que nunca, teniendo
una puerta abierta para andar por este mundo tomando otras formas infames. Me
dijeron que para vencerlo debía confiar en la luz que había desarrollado pues
sólo yo poseía el nombre secreto dentro y su marca en la piel. Entonces las
palabras comenzaron a llegarme de manera confusa, distorsionada, hasta que todo
fue un silencio repleto de oscuridad y hedores insoportables.
Aquel sitio parecía oler a
barro lleno de excrementos. Era la morada del peligroso animal. Podía sentir su
pesado aliento entre esas miasmas. Pude ver su mirada y él vio la mía. Me sentí
tan sereno y poderoso como una piedra. Poco a poco el brillo en mi interior iba
creciendo. Sabía que así comenzaba mi victoria. Pude sentir su miedo. Todo
dependía de mí, recordé que habían dicho los sabios. Recordé también que justo
antes de entrar en la morada de tanta oscuridad, los sabios dijeron que tenía
en mi piel la marca del animal. Recordé al hombre que originalmente llevaba el
tatuaje. Entonces dudé y llegó hasta lo más profundo de mí un hedor aún más
insoportable así como la fuerza caliente de la gran bestia. Fue como si de
pronto yo flaqueara y me hubiera llenado de ese olor. Entonces sentí nuevamente
el miedo. Ya no era el suyo, nunca lo había sido. Fue una treta de la que se
valió para hacerme llegar hasta mi propio miedo. Me había dejado que lo creyera
temeroso para que pensara en mi poder, para que mostrara en qué se basaba ese
poder y así quedó al descubierto la pequeña grieta bajo todas las columnas de
mi fortaleza. La duda dejó al descubierto mi temor de que quizá yo no era la
persona indicada sino apenas un impostor. La bestia arrojó sobre mí un zarpazo
furibundo. Sentí un dolor de una magnitud inaudita. Hubo un par de golpes más.
Fue tan terrible que me vi devuelto a mi cuerpo.
Estaba en el suelo, tirado,
inmóvil. Mi carne sangraba. Mis manos se encontraban deshechas, despedazadas y
una pierna me había sido arrancada del lugar. No sentía dolor alguno. Supe que
todo el miedo y el dolor me lo había devorado el maligno animal. Él había
vencido. Pude ver, pude sentir, pude comprender –todo eso es ya una y la misma
cosa para mí- que nadie en la aldea había sobrevivido. El lugar estaba
devastado y lo poco que permanecía en pie fue cubierto de una tupida y malsana
vegetación, como si hicieran miles de años que nadie habitaba ese lugar.
Escuché el insoportable
rugido de la bestia. Mis pensamientos fueron hasta él y entré en los suyos. Me
fue dado ver cómo había devorado a todo el pueblo. Sentí su descomunal cuerpo
embistiendo contra las construcciones, derribándolas. Escuché el monstruoso
sonido que hicieron los huesos entre sus colmillos, sus dientes que sólo despedazaban.
Vi la violencia con la que aplastaba los cráneos, la violencia con la que
partía hígados, pulmones, vientres. Entonces supe que no había sido mi poder el
que me llevó hasta los terribles pensamientos de la bestia, sino que él me
había convocado para que sintiera su gozo. Era su forma de disfrutar de mi
osadía y mi torpeza.
No sé si yo realmente era un
impostor o si acaso en verdad era el único que podía haber logrado vencer al
gran triturador y la escabrosa forma en que obtuve mi tatuaje fue una manera en
que el destino me colocó para hacer lo que debía hacer en esta vida. No lo sé y
ya no tiene importancia. He fracasado. He dejado suelto y sin límite al gran
depredador. Mis heridas no duelen. Tal vez por el brebaje que me dieron a
beber, tal vez porque yo ya no sé cómo gobernar mi cuerpo. Sin embargo siento
un dolor peor, mucho más difícil de soportar y que no cesa. Estoy atrapado en
mí, atrapado en la angustia de no estar ni vivo ni muerto. Escucho que la
bestia ronda. Espero que por una vez mis pensamientos sean más hábiles que los
suyos y pueda convencerlo de que al no matarme está cumpliendo el castigo que
me dieron los señores de la luz por mi fracaso. Tal vez su odio hacia el bien,
su deseo de no compartir el bien en lo más mínimo, lo fuerce a terminar de una
buena vez la muerte que comenzó a sembrar en mí.
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