El aire era frío, y corría
sobre el prado aullando tétricamente. Había perdido el camino al
pueblo, y mi caballo, tan cansado como yo, ansiaba encontrar algún lugar donde
pasar la noche, que ya punteaba de estrellas los escasos huecos entre los
espesos nubarrones.
Erré durante una hora; tras
la cual, después de cruzar un centenario bosque, encontré por fin un lugar
donde resguardarme: una antigua y abandonada iglesia. Ya casi se había
extinguido la luz del día, y tan solo un rato después supe que la oscura mole
que se alzaba ante mí era una iglesia. En aquel momento y con los rayos que
quebraban el cielo, hubiese entrado incluso en un mausoleo.
Cuando llegué ante la pesada
puerta de madera, saqué una lampara pequeña de las alforjas y la encendí con unos fósforos
que llevaba conmigo. Luego entré, con el caballo tras de mí; resollaba,
nervioso, y tuve que atarle a una argolla que había en la pared. Era,
efectivamente, una iglesia, medio derruida, cuyo techo comenzó a filtrar el agua
de la furiosa lluvia que acababa de comenzar.
Un trueno volvió a gritar, y
temí que un rayo destrozara mi refugio. Cogí las alforjas, donde estaban las
provisiones -ya que temía que el caballo arrancase la herrumbrosa argolla-, y
empecé a buscar algún sótano donde pasar la noche. No hube de buscar mucho, ya
que tras el altar se abría un rectángulo oscuro en el suelo: unos escalones
llevaban a las tinieblas. Sin más preámbulo, me sumergí en aquel pasadizo,
encontrando al final de la escalera una pequeña habitación: un camastro, una
silla y una mesa eran los únicos muebles de aquel reducido lugar. Sobre la mesa
había un bote de tinta volcado, cuyo contenido había manchado la madera y
goteado el suelo, al lado de donde descansaban una pluma de ave -utilizada,
posiblemente, para escribir- y unas hojas de pergamino, enrolladas con
descuido; nada más.
Vivamente interesado, cogí
el rollo de pergaminos y los puse sobre la mesa. Coloqué la lamparita al lado,
y su luz me mostró una caligrafía regular y algo descolorida por el tiempo. Me
senté en la vieja silla y comencé a leer.
Quiero pensar que lo que leí
en aquellas hojas era solo una fabulación. Realmente quiero pensarlo, pero
cuando salí huyendo de aquel lugar tras leer la última y terrible línea del
manuscrito, casi tropecé con cinco cajas rectangulares que había frente al
altar y que antes no había visto, y juro que vi dentro de una de ellas una
sombra que se retorcía. El caballo estaba tendido, muerto, y tuve que correr
bajo la lluvia hasta que llegué, una hora más tarde, a la cabaña en la que estoy
escribiendo esto. Espero con ansia el amanecer, con cuya luz espero que se
disuelvan mi terror y mis recuerdos, aunque sé que tal cosa no ocurrirá. Sea
como sea, esto fue lo que leí en aquellas hojas:
Fui astrólogo en una época,
pero ahora ya no sé lo que soy, ni dónde estoy, ni lo que me reserva el Destino
horrible.
El quince de abril de mil
ochocientos tres, partí del puerto de Estambul, con destino a la India, en el
bonito velero Black Swan. Era ese un día calmo, en cuyos cielos azules el Sol
brillaba con alegría, y no se podía sospechar lo que iba a ocurrir: en efecto,
aquella misma noche me desperté con los gritos del capitán, gritos que mi mente
adormilada no pudo comprender al principio, pero sí un instante después:
-¡Nos hundimos!
Salté de la cama aterrorizado,
y al asomarme por la puerta del camarote, vi a muchos pasajeros corriendo a
cubierta. Afortunadamente, me había acostado sin desvestir completamente y no
tardé en unirme a ellos. Con una eficiencia increíble, los marineros nos fueron
metiendo en los botes, quedando ellos los últimos, aún con el riesgo de que no
hubiese botes suficientes. No sé si se salvaron. Lo único que recuerdo antes de
desmayarme son los gritos y las caras de terror de mis compañeros de
infortunio.
Me desperté cuando noté los
rayos del Sol en mi piel. Abrí los ojos y me encontré solo en el bote, el cual,
para mi alegría, habia encallado en una playa.
Salté a la arena y lloré
tanto por mi suerte como por la desgracia del resto de náufragos. Recé una
oración por ellos, y en cuanto dije "amén", casi como en calidad de
respuesta, el sonido lejano de unas campanas llegó hasta mis oídos. Dando
gracias a Dios, me dirigí en la dirección en la que venía tal sonido. Tardé
alrededor de media hora en llegar al pueblo, y en todo ese tiempo no noté ni
una sombra de cansancio. Cuando por fin llegué, abordé a un transeúnte:
-¿Podría decirme dónde
estoy?
Y no sólo no me respondió,
sino que incluso fingió no verme. Me encolericé ante dicho comportamiento, y me
acerqué a él exigiendo su atención. Entonces puse mi mano sobre su hombro, pero
no toqué nada material: ¡era un fantasma! Aterrorizado ante tal revelación,
grité y corrí por las calles ciegamente. Cuando me hube tranquilizado, culpé a
mi imaginación de tal cosa, pero volvió a ocurrir de nuevo, varias veces, y
tuve que rendirme ante la terrible evidencia: ¡era un pueblo de fantasmas!
¡Dios mío! ¿Como podía ser posible? No me quedaba duda de ello: debido
posiblemente a alguna extraña conjunción planetaria, aquellos fantasmas eran
visibles.
Fue entonces cuando observé
que todos aquellos seres fantasmales se dirigían en una dirección determinada:
los seguí, y en pocos minutos llegué a una iglesia: ¿por qué querrían unos
fantasmas ir a la iglesia? ¿Para obtener el perdón de Dios, quizá? ¿Eran éstas
ánimas que, debido a una vida pecaminosa, habían de pasar más tiempo sobre la
tierra del que contenía su existencia material? Me perdía en conjeturas
religiosas y metafísicas; y al entrar en la iglesia, cual sería mi sorpresa al
ver lo que ante el altar había: ¡cinco ataúdes! ¡estaban celebrando un
entierro! Estaba tan asombrado, que me acerqué a los féretros, que estaban sin
tapar. Sonreí, divertido, cuando nadie hizo un gesto que demostrase que me
veían, pero dicha sonrisa se congeló en mis labios cuando miré al interior de
uno de los ataúdes:
¡Era yo el que estaba
muerto!
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